lunes, 11 de abril de 2011

«A todos se les aplicó el bando de guerra»: Torre Alháquime 1936


Fernando Romero Romero
Grupo de Investigación Patrimonio Documental y
 Bibliográfico de Andalucía y América

 «¡Qué pasaría en ese pueblecito de la sierra para que fusilaran a tantos muchachos!», exclamó el funcionario del Archivo Provincial de Cádiz cuando me enseñó el listado de vecinos de Torre Alháquime que estuvieron presos en el Penal del Puerto de Santa María. Entre ellos había nueve que salieron de la cárcel para ser fusilados la madrugada del 2 de julio de 1937. Son muchos muertos cuando hablamos de un pueblo que entonces apenas rebasaba los mil doscientos habitantes. Y lo que no imaginaba el archivero es que aquellos fusilamientos eran el segundo coletazo de la represión, las condenas a muerte de los consejos de guerra que en marzo de 1937 sustituyeron a los paseos en todo el territorio que gobernaba Queipo de Llano. La primera, la de los asesinados sin formación de causa al amparo del bando de guerra en el verano de 1936, fue aún más cruenta. Entre una y otra se llevaron por delante las vidas del 5% de la población adulta mayor de dieciocho años.

Muertos inexistente

Los asesinatos sin formación de causa –por aplicación del bando de guerra– que desde el 18 de julio fueron cotidianos en todo el territorio que controlaban los golpistas apenas han dejado rastro documental. Los archivos de la primera represión han desaparecido y la mayor parte de las víctimas ni siquiera se inscribieron en los registros civiles, ni durante la guerra, ni cuando durante la Transición se tramitaron los expedientes de pensiones de viudedad. Por eso a veces resulta tan difícil incluso la reconstrucción del listado de víctimas y la tarea del historiador de la represión termina convirtiéndose en la de un detective que busca huellas y rastros documentales para demostrar crímenes que se cometieron hace setenta años.

Si reconstruir una simple relación nominal de víctimas es difícil, más aún lo es identificar los lugares donde fueron enterradas. Esa dificultad la han constatado las asociaciones e investigadores que han hecho el trabajo de campo para la redacción del todavía inédito Mapa de fosas de Andalucía. Torre Alháquime, ese pequeño pueblo de la Sierra de Cádiz, volvió a sorprendernos cuando apareció en el mismo archivo una relación detallada de los «enterramientos colectivos» –léase fosas comunes– que había en el término municipal. La impresión que se saca al leer la cuartilla mecanografiada que alcalde remitió al gobernador civil en 1958 es que el pueblo era un auténtico sembrado de cadáveres: había 25 ó 26 muertos repartidos entre la fosa común del cementerio y siete más diseminadas en los parajes denominados Huerto Morales, Pareoro, El Rodeo, La Chopalea, La Rabia, Los Callejones y Huerta La Alcoba. Ocho fosas –unas comunes y otras individuales– en un término municipal que no llega a los dieciocho kilómetros cuadrados.

Francisco Zamudio Castro (centro) y sus
hijos Francisco (izquierda) y José Zamudio
 Ortega (derecha) fueron fusilados el 18
 de septiembre de 1936.
El informe de 1958 es uno de esos afortunados errores que terminan sacando a la luz datos que, de otro modo, nunca habríamos conocido. La información que se pidió al alcalde, siguiendo las instrucciones de la circular que el ministro de la Gobernación Camilo Alonso Vega envió el 23 de mayo a los gobernadores civiles, era «una relación comprensiva de los enterramientos colectivos que existieren en ese término municipal, de caídos en los frentes de batalla o sacrificados por la Patria». Se estaba planificando el traslado de víctimas de guerra al Valle de los Caídos y las que interesaban eran los combatientes nacionales, los combatientes republicanos y las víctimas causadas por la represión republicana. En el Valle de los Caídos había sitio para los militares republicanos, pero a finales de los cincuenta no interesaban los miles de muertos que causó la represión fascista de 1936. Aún era impensable que pudiera descorrerse la cortina de silencio que ocultaba la matanza fundacional del franquismo, pero algunos alcaldes –cinco o seis en una provincia de más de cuarenta municipios– interpretaron erróneamente que la categoría de «cuantos cayeron en nuestra Cruzada, sin distinción del campo en que combatieran» y creyeron que incluía también a los republicanos, socialistas, anarquistas y comunistas que en 1936 fueron víctimas de la represión en la retaguardia sublevada.

Ese afortunado error de lectura nos ha legado una lista de quince hombres y cinco mujeres del pueblo que fueron asesinados, más la cifra cinco o seis vecinos de Alcalá del Valle cuyos nombres se desconocían y también estaban enterrados en fosas del término municipal. Ninguna de las mujeres consta como fallecida en el Registro Civil. Como tampoco lo está ninguna de las quince cuyos restos fueron exhumados en agosto de 2008 de una fosa común en el cercano pueblo de Grazalema. Es inconcebible que, estando los huesos sobre la mesa, la actual ley de Registro Civil continúe siendo un obstáculo para que se inscriban legalmente como fallecidas. Casos como éste justifican la campaña para la modificación de la Ley de Registros Civiles que, con el lema «¡Todas las víctimas del franquismo en los Registros Civiles!», acaban de lanzar la Confederación General del Trabajo de Andalucía (CGT-A), la Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia, las asociaciones AREMEHISA de Aguilar de la Frontera (Córdoba) y DIME de Marchena (Sevilla), la ARMH de Extremadura y Memòria antifranquista del Baix Llobregat.

El pueblo aterrorizado

Pedro Pérez Álvarez, alcalde
 de Torre Alháquime
La gran «limpieza» empezó a mediados de septiembre. En vísperas de la conquista de Ronda fueron asesinados los socialistas Antonio Orozco Galván y Fernando Albarrán Contrera, los únicos miembros de corporación municipal que no huyeron a la provincia de Málaga. Pocos días después fusilaron a José Zamudio Castro y sus hijos José y Francisco Zamudio Ortega, a quienes no se perdonaba que el último 1º de Mayo hubiesen participado en una manifestación que acabó con un grave enfrentamiento entre militantes de izquierdas y guardias civiles. También mataron al jornalero Antonio Pérez Rosa, que durante varios años había sido uno de los representantes del sindicato socialista en la Comisión de Policía Rural. Así fueron cayendo, uno tras otro, los que representaron a los jornaleros socialistas en las instituciones, los que participaron en los conflictos sociales y políticos que vivió el pueblo desde 1931 y quienes durante los días rojos –entre el 18 y 31 de julio– intervinieron en el desarme de la derecha, hicieron guardias en las entradas del pueblo, participaron en el saqueo del mobiliario y archivo del cuartel de la Guardia Civil o quemaron las imágenes de santos en medio de la Plaza de la República.

Los autores de aquellos hechos estaban casi todos huidos, pero los represores fascistas no tenían escrúpulos. Si no estaban ellos, arremetían contra los familiares que habían quedado en el pueblo. Entre las mujeres asesinadas estaba Carmen Álvarez Castro, la esposa del policía rural asesinado, que tenía dos hijos huidos en la zona republicana; está enterrada con su marido en la fosa de La Chopalea. María Jiménez Vela (a) María la del Mellizo era la compañera del huido Agustín Romero Vilches y se decía que «era de las más exaltadas en el pueblo por sus ideas comunistas y subversivas». Francisca Sánchez Márquez era la madre de José Zamudio Sánchez, que también fue fusilado, y de Juan, otro huido. Y Ana Valle Fernández era la compañera de Diego Medina Guerra, a quien todos señalaban como culpable de los asesinados de dos derechistas que a principios de septiembre fueron capturados y fusilados por los milicianos rojos; como Diego había huido a la provincia de Málaga, fue ella quien expió sus culpas, primero violada y luego asesinada.

Todos sabían que los represores fascistas torturaron y violaron antes de matar, aunque nadie lo dijera en voz alta en la católica España de Franco. Los trapos sucios sólo se aireaban cuando las luchas intestinas y rivalidades entre los gerifaltes del nuevo régimen los hacían salir a flote. Esos enfrentamientos los había en Torre Alháquime al menos desde la primavera de 1938 y continuaban cuando en 1942 el jefe local de Falange envió a la Jefatura Provincial un informe confidencial sobre el camisa vieja Antonio García Partida, que había ocupado su puesto durante el sangriento verano de 1936: «Como jefe local la primera etapa que lo fue su conducta dejó bastante que desear. Impuso multas que hacía figurar como donativos y a los cuales según parece no se le dio la debida inversión. Se embriagaba con frecuencia y por el miedo abusó de algunas mujeres. Ejerció su autoridad de tal forma que tenía atemorizado al vecindario».

La justicia al revés

Los nueve fusilados en el Cementerio de El Puerto de Santa María formaban parte un numeroso grupo de huidos que regresaron a Torre Alháquime tras la conquista de Málaga en febrero de 1937. Fueron encarcelados, procesados, juzgados y condenados por delito de rebelión militar. Los rebeldes juzgaron por rebeldía a quienes se opusieron o no secundaron la rebelión. Este es el «sistema insólito en la historia de las convulsiones político-sociales» que Ramón Serrano Súñer llamó «justicia al revés». Entre los primeros encausados por la justicia militar en el pueblo estaban el alcalde socialista Pedro Pérez Álvarez, el concejal Pedro Marín Salguero, la joven María Jiménez Amaya, que con sólo diecinueve años era presidenta de las mujeres socialistas, Fernando Barriga Galán, que era uno de los representantes de la Juventud Socialista en el Comité del Frente Popular… Entre el 30 de marzo y el 3 de abril la Guardia Civil instruyó expedientes sobre antecedentes y actuación frente al golpe de catorce hombres y dos mujeres que acababan de regresar de Málaga: las diligencias incluían declaraciones de los detenidos, de falangistas y gente de orden del pueblo que comparecieron para deponer sobre su conducta, del comandante de puesto y también informes del jefe de Falange. Cuando los Servicios de Justicia dieron luz verde para que se instruyese el procedimiento sumarísimo de urgencia, se presentó en el pueblo un juez instructor militar que traía orden de acumular todos los expedientes en un único sumario y a quien bastó un solo día para tomar sesenta y tres declaraciones a reos y testigos, redactar el auto de procesamiento y dejar concluida la fase de instrucción sumarial.

El concejal Pedro Marín Salguero fue
 
ejecutado en El Puerto en 1937
La vista de la causa se celebró el 15 de mayo en el cercano Algodonales, dentro de una gira de dos semanas en la que el Consejo de Guerra Permanente de Cádiz, presidido por el comandante Cipriano Briz González, recorrió los principales pueblos de la sierra para juzgar a decenas de hombres y mujeres que habían sido puestos a disposición de la Auditoría de Guerra: hubo consejos de guerra colectivos los días 5, 6, 8, 9 y 10 de mayo en Arcos de la Frontera; el 11 y 12 en Villamartín; el 14, 15, 17 y 18 en Algodonales; el 20 en Grazalema, el 21 y 22 en Ubrique y el 23 de nuevo en Villamartín. Los dieciséis reos de Torre Alháquime designaron como defensor al teniente Federico Sahagún Repeto, pero las garantías procesales del juicio eran mínimas. Al defensor sólo se le permitía examinar el sumario durante tres horas y desde Sevilla se habían dado instrucciones para que fueran condenados a muerte todos los que habían sido milicianos e incluso se indicaron las proporciones que debían guardar entre sí las penas dictadas por los tribunales castrenses. Así las cosas, no sorprende que el fiscal solicitase la pena de muerte para catorce reos y que el tribunal la dictase para once. A los otros cinco les impusieron penas de veinte a treinta años de cárcel. Él único de los condenados a quien se atribuían delitos de sangre era Diego Medina. Los crímenes por los que condenó a muerte a los demás fueron organizar la resistencia en el pueblo, hacer servicios de guardia, intervenir en los saqueos de la iglesia y el cuartel o alistarse a las milicias rojas de Málaga. La sentencia se dictó el mismo día del juicio, pero no se les comunicó inmediatamente porque antes tenía que aprobarla el auditor de guerra y las condenas a muerte requerían el «enterado» del cuartel del generalísimo. Los varones fueron enviados al Penal del Puerto de Santa María y las mujeres a la Prisión Provincial de Sevilla, desde donde las trasladarían a los pocos días a la Prisión del Partido del Puerto de Santa María.

Los nueve hombres ingresaron en el Penal del Puerto el 19 de junio, sin saber que el «enterado» llevaba ya una semana en las oficinas de la Auditoría de Guerra en Sevilla. Las condenas a muerte de María Jiménez y Trinidad Morales Jiménez fueron conmutadas por reclusión perpetua, pero las suyas habían sido ratificadas. Se les notificó el 1 de julio y el día 2 se procedió a la ejecución de la sentencia. En la cárcel se les ofrecieron servicios de capilla y de madrugada fueron entregados a la Guardia Civil para la ejecución. Los llevaron al cementerio de la ciudad, donde fueron fusilados por un piquete de la Guardia Civil, y los enterraron en dos fosas comunes del cuarto patio. Eran el alcalde Pedro Pérez, el concejal Pedro Marín, Diego Medina y los militantes socialistas Fernando Barriga, Antonio Jiménez Amaya, Juan Medina Guerra, Roque Morales Geva, su hijo Antonio Morales Jiménez y Antonio Vega Caballero.
El socialista Fernando Barriga Galán,
miembro del comité local del Frente 
Popular,
fusilado en El Puerto en 1937

Los consejos de guerra continuaron en 1938 y también fueron procesados los evadidos que en 1937 lograron escapar de la ratonera de Málaga y a partir de abril de 1939 regresaron desde los últimos reductos de la España republicana. La Justicia Militar ya no era tan punitiva como dos años antes –sólo hubo una condena a muerte en 1939 y otra en 1940– pero esencialmente se continuaba haciendo lo mismo: juzgar conductas sociales y políticas desde la premisa de la justicia al revés. La gran limpieza ya se había hecho en 1936 y 1937. Los represores sabían que habían hecho bien su trabajo y dejaron constancia de ello en los informes de la Causa General. Uno de los que describen brevemente los sucesos ocurridos entre los meses de julio y septiembre de 1936 comienza aseverando: «Los dirigentes más destacados que actuaron en los hechos que se hace mención a continuación, a todos se les aplicó el bando de guerra».

Los muertos no fueron los únicos represaliados. Los casi ochenta vecinos que desde 1937 desfilaron ante los juzgados y tribunales militares eran más del diez por ciento de la población adulta. El que menos se llevó tres meses de prisión preventiva hasta que se dictó el auto de sobreseimiento o la absolución. La mayoría tuvo como mínimo diez meses de preventiva, dos murieron enfermos en la cárcel en vísperas del consejo de guerra y más de treinta fueron condenados a penas que iban desde los dos años hasta la reclusión perpetua. Ninguno cumplió la condena íntegra, porque el proceso de revisión y conmutación de penas, la redención por el trabajo y los sucesivos indultos les permitieron recobrar la libertad a partir de 1941. Cuando volvieron a pisar la calle llevaban a sus espaldas una rica experiencia de «turismo penitenciario», como Trinidad Morales, que entre 1937 y 1943 recorrió la cárcel municipal y las prisiones de El Puerto de Santa María, Sevilla, Granada, Málaga y Saturrarán. El último en salir fue José Flores Cortés, que estuvo destinado a la Colonia Penitenciara Militarizada de Dos Hermanas, donde él y otros diez del pueblo trabajaron en la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir (hoy llamado Canal de los Presos). Se evadió del campo de trabajo de La Corchuela para visitar a la familia y a los seis días se entregó voluntariamente en la Prisión Provincial de Sevilla, de la que dependía el campo. Esos seis días al otro lado de la alambrada le costaron la paralización del expediente de libertad condicional que estaba en trámite, la anulación de la pena redimida y que en 1946, cuando los demás presos políticos del pueblo disfrutaban ya de indulto, él todavía tuviese que permanecer cuatro meses arrestado por la fuga de 1942.

Heridas abiertas

Más de setenta años después del golpe del 18 de julio de 1936, la mayor parte de los hombres y mujeres que fueron asesinados en Torre Alháquime siguen siendo meros desaparecidos cuyas muertes no se han reconocido legalmente. Algunas fosas han sido afectadas por obras de urbanización por la expansión del núcleo urbano, empezando por el antiguo cementerio, que ha quedado sepultado bajo un parque. Pero el término municipal sigue siendo el mismo sembrado de cadáveres que en 1958. Carmen sabe dónde están sus abuelos, enterrados a la sombra de una encina en La Chopalea, pero nadie le da respuestas cuando pregunta qué puede hacer para llevarlos al cementerio. Antonio, cuya abuela era de Alcalá del Valle, supo hace poco que está enterrada en la fosa común del Huerto Pernía, entre Torre Alháquime y Olvera, y se ha empeñado en encontrarla: «Esto nos lo hemos tomado a pecho y vamos a resolver el lugar de enterramiento»

La mayor parte de los hijos y nietos saben poco de esas páginas oscuras de su historia familiar. Incluso los descendientes de los condenados a muerte por el Consejo de Guerra, de los ejecutados «legalmente», desconocen lo que realmente les ocurrió. Mercedes, que tiene dos familiares en la fosa de El Puerto de Santa María, descubrió algo de su historia en la web www.todoslosnombres.org: «gracias a su base de datos he podido averiguar una información que desde pequeña he querido saber, en concreto, la fecha y lugar en que fueron fusilados mi bisabuelo y abuelo maternos. Reconozco que me emocioné muchísimo y me faltó tiempo para comentárselo a mi madre. […] si hay algo que he deseado desde siempre es poder algún día llevar flores, junto con mi madre, a sus tumbas». José, el nieto de otro de los socialistas fusilados en El Puerto, lleva meses buscando información, intentando aglutinar a las familias y esperando que alguna administración le diga cómo recuperar sus restos. Son las mismas preguntas que aquí, como en todas partes, se repiten una y otra vez: por qué lo mataron, dónde está, qué tengo que hacer.

Cuadernos para el Diálogo, nº 39 (2009), pp. 22-33.