El 4 de julio de 1936 amanecieron varias pintadas en la calle García Hernández de Villamartín (Cádiz), popularmente conocida como calle del Santo. En una de ellas pusieron, junto al símbolo de la hoz y el martillo: «Muera la Guardia Civil que son unos cuneros». Los guardias del puesto hicieron pesquisas para identificar a los autores del letrero y antes de acabar el día apareció alguien que estaba dispuesto a denunciarlos. A las once de la noche se presentó en el cuartel Antonio Perea Ruiz, que decía haber visto cómo Pedro Morillo Palomo y Antonio Jarén Fernández, el Gordito, hicieron las pintadas de madrugada. El denunciante declaró que hacerlas le parecía un «proceder indigno e improcedente» y que lo ponía en conocimiento de la Guardia Civil «para lo que en justicia proceda». Los dos jóvenes grafiteros, ambos de veintiún años, eran de izquierda, probablemente miembros de la Juventudes Socialistas , y uno de ellos, el zapatero Pedro Morillo, era hijo del alcalde socialista, José Morillo Campos. Quien los denunciaba no era, contra lo que podría esperarse, lo que en la terminología de la época llamaríamos una persona de orden. Tanto Antonio Perea como los dos vecinos que lo acompañaron cuando se presentó en el cuartel, José Melgar Gómez y José García Muñoz, eran de izquierda. José Melgar, de la misma edad que los denunciados, era ni más ni menos que el presidente de la CNT y es probable que lo que intentaban ventilar de aquella manera no fuese otra cosa que las tensiones y rivalidades existentes entre los jóvenes libertarios y los socialistas.
Pedro Morillo y Antonio Jarén fueron detenidos por la Guardia Civil y acabaron encarcelados en el depósito municipal, ubicado en la misma casa consistorial en la que el padre del primero despachaba los asuntos del gobierno local. El 6 de julio, siguiendo instrucciones del Gobernador Civil, los dos jóvenes, que según el comandante de puesto habían admitido ser los autores de las pintadas, fueron puestos a disposición del Juzgado Municipal y el juez, Nicolás Martel Trujillo, ordenó inmediatamente que fuesen puestos en libertad. Ese podría parecer el final de la refriega, de la jugada sucia de los anarcosindicalistas que hizo que los dos jóvenes socialistas pasasen uno o dos días a la sombra en el calabozo municipal. Quizás creyeron que todo iba a quedar ahí y que no había sido más que una mala pasada, inconscientes de que el engranaje del sistema judicial se había puesto en marcha y seguía rodando, aunque ellos estuviesen en la calle. Siguiendo el procedimiento rutinario, el juez municipal puso los hechos en conocimiento del Juzgado de Instrucción de Arcos de la Frontera y éste, a su vez, los trasladó el 10 de julio a la II División Orgánica, por si eran competencia de la jurisdicción militar, pues la pintada podía constituir un delito de injurias contra la Guardia Civil.
Los golpistas no tardaron en comenzar a detener a quienes consideraban sus enemigos. Entre ellos Antonio Jarén, que ingresó preso en el depósito municipal el 1 de agosto. A Pedro Morillo lo detuvieron dos semanas más tarde, pero no por la actuación que pudiera haber tenido durante las jornadas que siguieron al golpe, sino por las pintadas del 4 de julio. Como decíamos antes, la maquinaria judicial continuaba rodando aunque los dos jóvenes hubiesen sido liberados por el juez municipal. El 8 de agosto los Servicios de Justicia del ejército rebelde designaron al capitán de Infantería Ángel González Madejón, juez instructor de causas de la Base Naval de Cádiz, para que instruyese el procedimiento judicial contra ellos por las pintadas contra la Guardia Civil. Creyendo que ambos estaban aún en el depósito municipal, el capitán preguntó al Ayuntamiento la fecha de su ingreso y el 8 de agosto, cuando supo que sólo Antonio estaba detenido, ordenó la busca y captura de Pedro. La Guardia Civil lo detuvo la mañana del 16 y los dos fueron conducidos el 6 de septiembre al Castillo de Santa Catalina de Cádiz.
Fueron llevados a la prisión militar, a disposición del Juzgado de Instrucción y con la perspectiva de ser juzgados en consejo de guerra, pero esa suerte no parecía ser peor que la de quienes se quedaban en el pueblo, donde ya se había desatado la gran ola represiva que se llevaría por delante las vidas de más de un centenar de vecinos. Entre ellos, Cristóbal, un hermano de Pedro que tenía diecisiete años.
Era imposible que la represión y las consecuencias del golpe no interfiriesen de alguna manera en la instrucción de la causa que se seguía contra los dos villamartinenses. Ocurrió por primera vez cuando el Juzgado Municipal recibió el exhorto del militar para tomar declaración al comandante de puesto y a los testigos que éste citase. El juez Martel quiso citar a Antonio Perea Ruiz, pero según sus familiares llevaba un mes huido del pueblo, «ignorándose su paradero ni qué haya sido de él». A los testigos que lo acompañaron cuando declaró en el cuartel el 4 de julio ni siquiera intentó localizarlos, pero tampoco lo habría tenido fácil si hubiese querido hacerlo: sabemos que al menos uno de ellos, José Melgar, también había escapado hacia la zona republicana.
Lo que sí llegó al juez instructor militar fueron los informes que las autoridades locales –Guardia Civil y Ayuntamiento– emitieron sobre los antecedentes de los dos encartados. El comandante de puesto ya los había descrito como «personas de malos antecedentes» que habían militado «en el partido comunista» y a quienes nunca se les había visto «actividad útil a la sociedad ni ocupación que pudiera considerárseles de trabajadores honrados». Y cuando le preguntaron si habían «tomado parte en los sucesos de julio último» respondió basándose en meras suposiciones: nadie los había visto con armas en las manos, pero ambos eran comunistas y por ese motivo «no se hace dudar que los aludidos sujetos actuaran activamente en esta localidad en donde por ellos fueron asaltadas, saqueadas e incendiadas dos casas de personas de derechas a mas de otros estragos realizados por la horda comunista de esta villa». El alcalde Francisco Romero Jiménez-Pajarero dio menos vueltas e informó directamente que eran «personas de mala conducta y tomaron parte activa en el movimiento revolucionario en la recogida de armas a particulares, estando ambos afiliados a la Juventud Socialista ».
Los encartados, por su parte, tuvieron la oportunidad de declarar ante el juez instructor militar el 10 de octubre en el Castillo de Santa Catalina. Los dos intentaron escurrir el bulto diciendo que pasaron toda la tarde del 4 de julio bebiendo en las tabernas del pueblo, que se embriagaron y que no recordaban haber hecho las pintadas que se les atribuían. Dos días después el juez instructor redactó el auto que los declaraba procesados y presos por delito de injurias a la Guardia Civil. Los reos comparecieron de nuevo ante el capitán González Madejón el día 13, esta vez en el Penal de El Puerto de Santa María. Les leyó el auto de procesamiento, ellos designaron defensor al capitán de Infantería Ernesto López Salcedo y se les tomó la declaración indagatoria, en la que ambos negaron haber hechos las pintadas.
Al ritmo que se tramitaba la causa, parecía que el juicio iba a ser inminente, porque el capitán López Salcedo aceptó la defensa el 14 de octubre, los reos fueron trasladados el 17 a la Prisión Provincial de Cádiz, que era donde el Consejo de Guerra solía celebrar las vistas, y el juez instructor entregó el expediente el 20 al Gobierno Militar. Sin embargo, no hubo juicio. El expediente estuvo paralizado durante diez meses, hasta que el 27 de agosto de 1937 se designó al comandante de Infantería Nicolás Chacón Manrique de Lara para que continuase su tramitación y acreditase en autos el paradero de los procesados. ¿Qué había sido de ellos? Los habían eliminado. El gobernador civil informó que en el negociado de Orden Público no existían antecedentes de ellos, pero que «según noticias adquiridas en este Centro, les fue aplicado a los mismos el bando de guerra». Como tantos otros civiles gaditanos que fueron detenidos y puestos a disposición de la jurisdicción militar durante los meses de julio y agosto de 1936, Pedro Morillo y Antonio Jarén fueron asesinados antes de que concluyese el procedimiento judicial que se había iniciado contra ellos. Probablemente lo hicieron el 6 de noviembre de 1936, el día que, según la documentación penitenciaria, salieron de la Prisión Provincial de Cádiz para ser conducidos de nuevo al Prisión Central de El Puerto de Santa María.
De los otros protagonistas de esta historia, también fueron represaliados el padre de Pedro, Antonio Perea y José Melgar. El padre, José Morillo Campos, debió de ser uno de los huidos que regresaron tras la conquista de Málaga en 1937 y lo fusilaron en el término de Prado del Rey. La huida que Antonio Perea comenzó en el verano de 1936 concluyó tras la conquista de Málaga en febrero de 1937; los rebeldes lo capturaron y lo fusilaron en Granada. Melgar sobrevivió. Se incorporó al ejército republicano en Málaga y el final de la guerra le sorprendió en Madrid, prestando servicios en un batallón de retaguardia. Cuando regresó a Villamartín fue encarcelado, juzgado en consejo de guerra y condenado a doce años de reclusión por excitación a la rebelión.
Fernando Romero Romero