Antonio Pino Morales era natural y vecino de Villamartín, pero a finales de los años 20 residió en Puerto Serrano, donde regentó un comercio y llegó a ser concejal del Ayuntamiento ocupando uno de los puestos reservados a los mayores contribuyentes del municipio. Durante la República, avecindado de nuevo en Villamartín, se afilió al Partido Republicano Radical Socialista, de cuyo Comité Ejecutivo fue presidente en 1933. Continuó militando en la organización cuando ésta pasó a denominarse Izquierda Republicana y en 1935 fue vocal de la directiva. Su ideología republicana no era excluyente de un sentimiento religioso profundamente arraigado. Cuando las noticias del golpe militar del 18 de julio provocaron en la izquierda local la reacción violenta de asaltar y saquear los domicilios de tres de los vecinos de derechas más señalados del pueblo, Antonio Pino, temeroso que también la iglesia fuese asaltada, acudió al párroco y se ofreció a custodiar en su propia casa la hostia consagrada. Su talante moderado, alejado del extremismo, las convicciones religiosas y su disposición a proteger a la Iglesia, no impidieron que pocas semanas después fuese una más de las muchas víctimas causadas por quienes decían haberse levantado en armas en defensa de la Patria y de la Religión. Antonio Pino fue detenido, encarcelado en el depósito municipal de Villamartín y, tras varios días de reclusión, sacado de noche y asesinado en las proximidades de Puerto Serrano, en cuyo cementerio fue inhumado en una fosa común. Su familia quedó en la más completa indigencia, hasta tal extremo que durante la posguerra, ante la imposibilidad de hacer frente a los gastos de una vivienda, tuvieron que aceptar alojarse en la misma celda en la que el esposo y padre estuvo preso en 1936.
El texto que se reproduce a continuación procede de “¡Luces y sombras... como la propia vida!”, memorias en vías de terminación y posible impresión de José del Pino Yuste, hijo de Antonio Pino, que relata la tragedia de la familia marcada por el asesinato de su padre.
Primer fragmento (reducido)
La familia que va a servir de base, como otra cualquiera de las muchas que componían la vecindad del pueblo, estaba compuesta por el matrimonio y tres hijos pequeños; de 6, 5, y 2 años de edad.
El matrimonio rondaba los 36 él y 34, ella. Poco se puede resaltar sobre la situación socio-económica de la familia por no contar con datos fidedignos. Solo que la profesión del titular de la familia era comerciante, y su mujer, ama de casa. Los escasos testimonios los puede dar uno de sus hijos, el mayor, el señalado anteriormente, que hoy tiene 76 años, el único superviviente. Éste, el que sobrevive, creo que no podrá decir mucho de aquella fecha; le cogió en la niñez, fecha en que los sentidos están sin desarrollar. Habrían de pasar cuatro años más hasta que comenzara a distinguir, a percatarse de la situación familiar, al cumplir los 10 años, allá por el año 1940. Los acontecimientos de su niñez son intrascendentes, propios de la candidez e inocencia infantil. Pero sí hay hechos, los principales, de esos que quedan grabados en la mente para la eternidad, imborrables por su significado, ocurridos a partir de los seis años.
-Tuvo que ser el día 19 ó 20 de julio de 1936, (la fecha será lo de menos para unos, para otros, no) a eso de las 9 a 10 de la mañana, hora en que un niño suele levantarse (así comienza su exposición).
-Aquella mañana, temprano, apoyados en el barandal divisorio y protector que servía también para salvar la altura con las casas que daban al final del patio, estaban mis padres hablando y comentando lo que estaban mirando. Para mí era algo indiferente, dada mi escasa edad, pero el hecho en sí llamaba la atención a cualquiera por su singularidad y trascendencia. Un incendio para un pequeño es algo atrayente, aunque no sepa distinguir su trascendencia en ocasiones. En dos casas de la calle El Santo, de donde salían sendas humaredas negras (para mí que eran residuales, o fuego a punto de extinguirse). Se me quedó grabada la escena. Años más tarde, con uso de razón, tomó cuerpo el significado de aquel fuego y comprendí mejor aquel hecho al serme explicado debidamente con mucha tristeza, por mi madre. Me aclaró que habían prendido fuego a dos viviendas de las dos familias más acomodadas del pueblo.
-A partir de esa fecha se puede decir que una cosa anormal ocurrió en nuestro hogar porque fuimos tratados los tres niños de una manera muy especial, como si algo se nos quisiera ocultar. Creo que a partir de esos momentos, a finales de Agosto, (fecha en que ocurrió el lamentable hecho de mi padre) me llevaron a una finca en el campo, alojado y al cuidado de una familia muy amiga y de mucha confianza de mis padres.
-Creo que fue ese día del incendio el último recuerdo que tengo de la memoria de mi padre, de su presencia. No, no es ese, hubo otro día más, el último que le vi. Sí recuerdo haberle visitado varias veces durante el tiempo que permaneció en la cárcel, cuando mi madre iba una vez a la semana a lavarle. Todo esto entre finales de julio y avanzado Agosto. En estas visitas aprendí la forma de ir hasta ese lugar, a unos 200 a 300 metros, hasta la plaza donde estaba enclavado el Ayuntamiento y por supuesto, la cárcel, aunque yo tuviera 6 años. Un día bajé yo solo a la plaza y poniéndome en la acera donde estaban todos los bares, mirando hacia la fachada del Ayuntamiento, a una de las tres puertas que existían en su acceso al edificio y aunque cerrada a cal y canto, en la parte superior de la puerta existía un arco de medio punto de barras de hierro, que servía de visión justamente desde la plaza en línea recta, sitio donde yo me situaba. Yo creo que soltaban en ocasiones a los presos al patio para tomar aire. Allí se ponía él, mi padre, como esperando que yo llegara y lo conseguimos en varias ocasiones. Bajé durante su cautiverio varias veces, y logramos que nuestras miradas se encontraran desde la distancia. Nos saludábamos agitando y arqueando nuestras manos, enviándonos besos. No le volví a ver nunca más. Es uno de los recuerdos más manifiesto y palpable que mantengo de su figura.
-¿Qué había sucedido? Sé que algo horrible ocurrió que por mucho que lo quisieron ocultar, siempre trascendía, se vislumbraba. En los primeros días del alzamiento, mi padre fue detenido por guardias leales a los sublevados, llevado a la cárcel, donde estuvo preso casi un mes y finalmente asesinado, con alevosía, con toda la traición inherente al caso, como ocurre cuando las ideologías intervienen, anulando la dignidad y la mesura de las víctimas humanas, ante la apología predicante vergonzante de los absolutos o razones brutales de los recelosos, depende de... los perturbadores.
-Mi padre murió en Agosto de 1936. Lo fusilaron. Mejor dicho, ¡lo asesinaron! es la expresión correcta, como todo el mundo siempre me dijo. Bueno, eso de “fusilado” me lo dijeron todavía en plena niñez, o al menos es lo que ronda en mi mente, quizás con 9 o l0 años, por otros niños. Sí guardo la impresión de que a partir del primer año de la guerra, fecha más destacada en que ocurrieron los asesinatos políticos, pasionales y febriles, fue como si se hubiera corrido un velo, como si todo comentario hubiera quedado prohibido ante aquel monumental escándalo y el miedo fue tan atroz que nadie se arriesgó nunca a hablar de lo ocurrido.
-Nunca por mi madre, sino por otros niños, supe, que en un grupo de 8, más o menos personas, fueron las fusiladas en el cruce de la carretera de Villamartín a Puerto Serrano, justamente en los primeros metros de iniciarse la desviación a dicho pueblo, en la de Villamartín-Ronda, entre las que se encontraba mi padre. Luego las dejaban durante horas expuestas en las cunetas, como solían hacer, especialmente para amedrentar, intimidar, o asustar.
-Esa es la referencia que en un principio tuve de aquella siniestra situación que siempre me ha acompañado en mi vida. Tuvieron que pasar algunos años más, cinco o seis, al cumplir los 15, para que me fuera explicada por mi madre de una manera sensata. Siempre se opuso a que nadie me contara hechos tan lamentables que pudieran ser desnaturalizados por la mente de un niño, o en ocasiones, porque son narrados de forma malévola o intencionada, con el consiguiente daño.
Segundo fragmento (reducido)
-Un día me dijo mi madre que teníamos que ir a Puerto Serrano y deseaba que yo le acompañase. Todo lo organizó en silencio y nadie se enteró ni supo lo que iba a hacer allí, ni a qué lugar se dirigía ¡Alto secreto, por supuesto! Una compasiva persona puso a su disposición una buena borrica, fuerte y de mucha altura, al menos así me lo pareció. (La situación económica no le permitía otro medio de locomoción.)
-Una mañana muy fría, de un día de finales del otoño de 1941, a primera hora del día, muy temprano, allí en los bancales que a propósitos existían al lado de las pequeñas garitas de los “vigilantes de arbitrios”, el dueño nos acomodó fácilmente en aquella alta y robusta bestia.
-Proseguíamos el viaje en aquel mastodóntico y dócil animal. Con mi edad, propia de un niño, aquel viaje hubiera servido de distracción, pero no fue así. El hecho que presencié aquel día y mirando el físico de mi madre en aquellos momentos, no se me borran fácilmente de mi imaginación. La veía ausente y sufriendo, queriendo sonreír y compartir conmigo aquel día, pero no podía ocultarlo. Algo fingía y le preocupaba. ¿Cuál era nuestro destino ese día? ¿A qué íbamos allí? Ella no lo estimaba o no me podía hablar, ni yo le preguntaba. Quizás ella entendería que yo no era todavía un buen interlocutor, por mis años, o el día no era el más adecuado. En aquel momento y en otros anteriores se fueron agolpando cuestiones oscuras que navegaron en mi mente durante muchos años, como éste que en esos momentos vivíamos en aquel raro viaje que hacíamos a Puerto Serrano. Yo no alcanzaba a ver ni el objeto ni la razón por lo que lo hacía.
-Atravesamos algunas calles del pueblo. Me dijo que nos dirigíamos a hablar con una persona importante que ya le estaba esperando. Al entrar en el edificio o casa que fuera -no lo sé ni la recuerdo- me dijo que hiciera por poner atención en lo que iba a hablar con aquel señor. Ella comenzaba a hablar y por fin se percibía algo de claridad de lo que iba a hacer allí. Se trataba nada más y nada menos que de la exhumación del cadáver de mi padre. Para mí aquello fue una novedad, dado que era la primera noticia que ella me daba del lugar en que se encontraba el cadáver de su marido, de mi padre. Mientras más tiempo transcurre, hoy día todavía, más difícil es comprender cómo mi madre pudo conseguir tamaña autorización, ¡qué digo! ¡bueno, de autorización, nada! Aquello lo hizo con todo el sigilo y reservas que pudieran existir. ¡Nadie vio ni observó lo más mínimo!
-Serían las 10 de la mañana cuando fuimos introducidos en un lugar o despacho, de una no sé que casa, Allí estaba él, una persona, sentada. Rápidamente se levantó a saludar a mi madre. No recuerdo bien su nombre. Cerró la puerta e invitó a mi madre a sentarse. Cautelosamente y en voz baja, más o menos dijo:
-“Silvestra, usted sabe que no existe oficialmente el más mínimo antecedente, ¡es la verdad! de aquél o aquellos secretos enterramientos de personas desaparecidas en la guerra. Se dice, es el caso de su marido, que un día en un camión al descubierto, observaron algunos vecinos del pueblo desde sus ventanales, a aquel vehículo que transportaba a ciertos cadáveres de pueblos cercanos para enterrarlos aquí. Ni en el consistorio ni en el juzgado existen referencias sobre el particular. Acabo de hablar con el sepulturero, que por supuesto usted lo conoce del tiempo que vivió aquí. (Yo como niño que era solo sé su “apodo” y su físico, se me quedó grabado aquel día para siempre.) Él conoce perfectamente el lugar exacto en que fueron sepultados los cadáveres. Yo le recomiendo... ¡qué le voy a decir!
-Tanto, tanto sería, que hoy, 70 años después, se le está dando una importancia ¡por cierto, la que tiene, claro está! a la localización de las fosas comunes. Pues mi madre, hace 64 años localizó la de su marido, mi padre. ¡A escondidas, por supuesto, pero la localizó! Con la colaboración de personas afectas al régimen en el poder. ¡Claro que sí! con la colaboración de cada uno, ¡sin dudas! ¡Pero la localizó¡ ¡Y nadie se enteró!
-Salimos de aquel edificio hacia el cementerio. Estaba relativamente cerca. Mi madre llevaba una toca sobre su cabeza que le ayudaba a pasar inadvertida. Era muy conocida en el pueblo, por el hecho de haber vivido allí durante seis o siete años, diez años antes de la guerra. Al llegar al Campo Santo estaba esperándola el sepulturero, ya preparado ex profeso. La saludó cariñosamente, pero con respeto, muestra de que se conocían. Abrió la cancela, entramos y con sumo cuidado, precavido de estar solos y nadie observaba, cerró la puerta de entrada. Avanzamos un poco hacia el interior y se situó en un lugar libre, sin edificación alguna, de mucho forraje, cercano a los nichos. Allí tenía preparadas las herramientas de trabajo.
-“Silvestra, -comentó el sepulturero- ese día, a la llegada de los cadáveres quedé muy sorprendido al ver que uno de aquellos hombres era su marido, usted sabe que él era muy conocido aquí en el pueblo. Una vez que abrí la fosa, improvisada a la carrera dado el caso, dejé a Antonio aparte para enterrarlo el último. No se podían colocar en nichos por razones que se saben. Incluso el lugar de la fosa está un poco apartado, porque así nos lo dijeron, pero conozco el sitio exacto. Yo tenía aquí cerca unos redores de molino que una vez metidos todos los cuerpos en el boquete del suelo, puse uno debajo y otro encima del cuerpo de su marido y después quedaron cubiertos todos con tierra”.
-Aunque yo era muy pequeño, la situación era muy tensa y enormemente dolorosa para mi madre. Aquel hombre comenzó con la ayuda de una azada a cavar en un sitio determinado. Yo, conforme iba removiendo la tierra le ayudaba en lo que podía para acabar más pronto. Con una espuerta que tenía prevista para el caso, yo cooperaba para llenarla y sacábamos la tierra a un lado. Este hombre continuó cavando hasta remover un par de metros cúbicos de tierra, no más.
-Mi madre, en esos momentos, era una exacta y verdadera figura del dolor, colocada, como estaba ella, en un pequeño montículo del terreno, sentada a pie del hoyo. Sus lágrimas eran abundantes y no sé cómo se sostenía observando aquel espectáculo. No a mucha distancia, a 70 centímetros aproximadamente de profundidad, comenzaron a aparecer los primeros huesos humanos. De los redores que este hombre decía no aparecían vestigios de su existencia, pienso que debido al paso del tiempo y a su descomposición como materia vegetal. La excavación la hizo no muy ordenadamente y los restos óseos iban apareciendo con el mismo efecto del golpe de la azada. Lo mismo aparecían fémures que tibias, costillas que vértebras, o cráneos, todo difícil de distinguir si eran de un solo cadáver o de varios. Todo los huesos que pertenecían a la estructura del esqueleto humano se iban poniendo fuera, a un lado, por lo que se deducía a simple vista que se repetían las piezas de los cuerpos, evidencia del hacinamiento de los cadáveres. Sin ser yo experto en la materia, fácilmente se deduce y sabemos que los cuerpos los echarían o estarían todos juntos, razón evidente de que al desaparecer la parte carnosa, los huesos quedarían agrupados o juntos. El sepulturero continuó una media hora más sin que la situación cambiara de perspectiva; aquello era un solo conjunto óseo. La providencia no podía permitir que aquella mujer siguiera soportando tal situación límite y ella optó por la mejor solución. Ya llevaríamos en el cementerio una hora dedicada a aquel cometido. De repente, no tardando mucho tiempo en reaccionar, mi madre dijo:
-“¡Ya basta! -exclamó con voz temblorosa. -Déjelo, ya. Es suficiente, se lo agradezco mucho. El fin ya está cumplido. Meta la mitad de esos restos en ese cajón, que son los que caben. Los que queden, vuelva a colocarlos en el boquete y tápelo con la tierra nuevamente, de forma que se note lo menos posible que hemos tocado ahí”.
Tercer fragmento (reducido)
-Yo, en los primeros meses de vivir en la nueva casa, finales de 1945, (si se le puede llamar así a aquellos almacenes del ayuntamiento, en su patio, en precariedad, recogidos por el Alcalde ante la gravedad de un desahucio) venía observando que el físico de mi madre, sus facciones, no era bueno y en ocasiones la observaba llorando, especialmente cuando regresaba de alguna salida que tenía que hacer a la calle y precisamente, siempre, al atravesar aquel patio (lugar donde estaba la triste cárcel) antes de llegar a la vivienda. Un día preocupado yo por su actitud de malestar y decaimiento, me atreví a preguntarle algo que me costaba muchísimo trabajo hacer. Yo no tenía todavía, por mi edad, dominio mental suficiente para mantener una conversación de tal índole, pero sí estoy seguro que en un momento de valentía, más o menos mantuve con ella la siguiente conversación:
-Mamá ¿qué te pasa? Desde que estamos aquí observo en ti que en vez de estar contenta por haberse solucionado nuestro problema de vivienda, te veo decaída y pensativa. Muchas veces veo que te paras en la ventana que da a la habitación de la cárcel y detenidamente miras a través de la reja como queriendo ver o averiguar algo que deseas conocer. En ocasiones creo que necesitas parar y tomar aire después de subir la pendiente que existe para salvar el desnivel entre la entrada del edificio y este patio, que no es pequeña, son muchos metros de rampa y siempre parece que te detienes y sostienes en esta ventana para tomar aire, pero no, no creo que sea ese el motivo, echas mucho tiempo.
-Efectivamente era así. No sé si es que ella necesitaba desahogarse, aclararme que es lo que le pasaba asomándose por aquella ventana o por el contrario había llegado el momento de empezar a contarme algo que también nos corresponde conocer, hacernos partícipes de su vida con mi padre, de aquel desastre que siempre arrastró. Tarde o temprano, ella era muy inteligente, tendría que transmitir este secreto que siempre consideró muy personal. Este esencial secreto, también nos pertenece, sé que así pensaba. Mi edad, 15 años, no era todavía la más adecuada, pero era llegado el momento.
-Mira, Pepe –comenzó a decir. -Llevas razón al pensar que esta cuesta o pendiente hasta aquí arriba es muy pesada, me ahogo. Pero el ahogo llega al máximo cuando me acerco a esa ventana que casi me succiona al pasar por delante de ella. Mira por donde hemos venido a parar a un sitio que para mí me trae unos recuerdos tristes. Nunca hubiera querido revivirlos y digo revivirlos porque durante un mes, una vez por semana como algo excepcional, -tú debes de recordar algo de ello, aunque eras muy pequeño- estuve visitando este edificio durante el cautiverio efímero, pero interminable, de tu padre.
-Por razones de ideología, ¡no había otras! -prosiguió mi madre- en los primeros días del alzamiento nacional tu padre fue detenido y metido en esta cárcel. Estuvo aproximadamente un mes, mucho tiempo cuando se trata de razones políticas. De la misma manera, casi un mes después de su detención, un día inesperado, de sopetón, nos dijeron que “ya no estaba aquí”. No existe cosa peor para mí que pasar por esta jaula y contemplar este lúgubre lugar, donde tu padre pasó los días más horribles de su vida. (Yo, su hijo, no recuerdo bien los días que me dijo, pero debieron ser entre 20 o 25.) -Yo no puedo remediarlo, pero entiendo que he venido a parar al peor lugar en que nunca pensé, donde no me puedo sobreponer, ni siquiera intentar superar esta prueba; me siento impotente por falta de fuerzas.
-Lo cierto es que en aquel primer mes de guerra -le dije yo- te acompañaba los sábados a la cárcel, cuando ibas a ver y asear a mi padre. Recuerdo que subíamos por la rampa que había por la entrada de la puerta grande que ahora utilizamos y cogíamos aquella escalera, que daba a la casa del jefe de los municipales. Mis ojos se posaban en aquella persona que entraba en la habitación. Era la figura de mi padre, conducida por otra persona, que casi lo sostenía. Yo sé que él era joven todavía, 35 o 36 años. Me parecía pequeño y muy delgado. Lo recuerdo metido en el agua, como si de un niño se tratara. En mi mente existe una figura imborrable de aquella visión y me golpea en la memoria una instantánea perenne. Aquel hombre estaba como dormido y no charlabais nada, y a ti te veía en todo momento llorando.
-Sí, hijo, sí. No sé cómo explicarte esa escena. Para mi es muy fuerte y me gustaría contártela quitándole todo el riesgo que encierra para una mente tan pequeña todavía como la tuya y que te puede dañar, pues sé que por ahí se dicen y cuentan verdaderas bestialidades. Por eso tengo que salir al paso y aclarártelo debidamente. Unas son ciertas y otras llevadas al paroxismo, al sincope. De la parte animal del hombre todo se espera, es inimaginable, sobre todo cuando es conducida por la pasión de la política, que no sabemos qué tiene Si la persona pierde su humanidad y ternura, sólo queda eso, el animal.
-Ella proseguía: -Es fuerte lo que te voy a decir, pero es la verdad. Las cosas que se cuentan son terribles, sobrepasan la realidad. Pero en el caso de tu padre ver a una persona joven, porque lo era, inerte, sin vida, es algo humillante, sobre todo si no observas signos evidentes de qué es lo que le pasa. Si él no dice nada y calla para no herirte, peor todavía. Todo lo que puedes hacer es utilizar la imaginación. Y ésta te lleva a conclusiones tristes, te pones en lo peor. Aquel cuerpo había sido sometido a tratos brutales. Efectivamente tú lo has dicho, se quedó en muy poco peso, parecía un niño. En aquel baño pequeño –cuesta creerlo- cabía tendido, como si fuera un niño pequeño. Él quería sobreponerse, pero no podía. Pienso que si no lo hubieran matado, no hubiera durado mucho tiempo, estaba prácticamente muerto. Eran muchos los días que estuvo detenido y eso le perjudicó enormemente.
-Y te voy a decir que fue muy negativo para él su corta permanencia en la cárcel, aunque larga si se mira bajo el punto intenso del indeseado lugar, y mas triste saber que se consiguió esa permanencia por mi intervención. La persona principal del movimiento en el pueblo me había dicho que no podía ponerlo en libertad, pero me prometió que mientras él estuviera en el mando, no le pasaría nada. Pero ocurrió que un día a finales ya de Agosto del 36, este Sr. salió del pueblo para algo o fue destinado a otro sitio, y aquella misma mañana, fue sacado de la cárcel y eliminado.
José del Pino Yuste