Fernando Romero Romero
«Suéltame un brazo, que con uno solo te mato», le dijo Frasco Pandereta al guardia Ortiz cuando se lo llevaban detenido. Un testigo vio cómo lo arrastraron a las afueras del pueblo y lo mataron a tiros. El cadáver quedó abandonado en la cuneta, hasta que lo recogió el vehículo que a diario recorría la carretera entre Arcos de la Frontera y Villamartín –«camión de la carne» le decían– y lo descargó en el cementerio de Arcos.
Casi setenta años después, Máximo Molina Gutiérrez, el nieto de Pandereta, viajó de Cuenca a Cádiz, de Tarancón a Bornos, para desenterrar la historia de su familia materna. Allí también habían asesinado a un bisabuelo, Manuel Perea Méndez. Los crímenes ya no tenían remedio, pero quería saber: saber qué había ocurrido, saber por qué, conocer las sinrazones de lo injustificable.
En Bornos conoció a Jorge Garrido, un maestro que lleva el apellido del alcalde socialista de la República: Antonio Garrido Jiménez, otro bornicho asesinado. Los testimonios que recogieron en 2003 dibujan un cuadro desolador de violencia, muerte y latrocinio. «Ciento trece machos y tres mujeres» fue la lapidaria respuesta de Miguel el Bombito a la pregunta por el número de víctimas que causó la represión fascista en aquel pueblo en donde no hubo violencia republicana previa. Casi un centenar están registradas, con nombres y apellidos, en un listado que todavía se conserva en el archivo municipal.
Las tres jerarquías
Bornos siempre había sido, hasta que la República quiso subvertir el orden, el pueblo de las tres jerarquías que encontró el pedagogo Luis Bello cuando visitó sus escuelas: «Un señor. Cinco arrendatarios. Mil quinientos jornaleros con sus familias, hasta siete mil almas». Cuatro quintas partes del término municipal –cuatro mil hectáreas– pertenecían a la condesa de Valdelagrana. En el extremo opuesto de aquella sociedad desigual estaban los obreros que no tenían donde caerse muertos: «jornaleros de tierra ajena, sin futuro para ellos ni para sus hijos». Y, en medio de ambos, los señoritos del pueblo, una pequeña oligarquía que arrendaba las tierras de la condesa y a quien otro periodista –De la Peña– definió veinticinco años antes como «casta de explotadores». De ella procedía la clase política local y en sus manos estuvo, durante décadas, el Ayuntamiento bornicho.
Luis Bello estuvo en Bornos en 1926, en plena dictadura de Primo de Rivera, cuando los obreros estaban desorganizados, y les atribuyó una «filosofía fatalista» que los hacía conformarse, «como si fuera ley eterna», con el estado social de las «tres jerarquías». Pero habría percibido unas actitudes muy distintas si lo hubiese visitado durante los veranos de 1903, 1914 o 1919, los años de las grandes huelgas de recolección. Esos fueron algunos de los momentos álgidos de las luchas campesinas, pero no se limitaron a ellos. La aspiración a mejorar las condiciones de vida fue permanente y, salvo algunos periodos de desmovilización, como el ya citado de la dictadura, los campesinos bornichos canalizaron sus reivindicaciones a través de sociedades obreras con nombres tan simbólicos como «La Fraternidad» (1899-1903), «La Constancia» (1912-1915) o «La Lucha es Vida» (1917-1919).
La tierra para quien la trabaja
Republicanismo, anarquismo y socialismo fueron las ideologías que acogieron los trabajadores durante todo el primer tercio del siglo XX, a pesar de los esfuerzos de los labradores para impedir su difusión. Siempre estuvieron en desventaja frente a la oligarquía agraria, que tuvo el respaldo incondicional de los ayuntamientos conservadores. Los socialistas y republicanos reformistas accedieron al gobierno municipal en 1931 y la política agraria socialista transformó las relaciones laborales en el campo: la discutida ley de términos municipales, la de laboreo forzoso, la de colocación obrera y la creación de bolsas de trabajo fueron algunas de las medidas que arrebataron a la patronal la posición dominante que hasta entonces había tenido en aquel mundo de señoritos y jornaleros.
No fue un camino fácil. Los socialistas de la Sociedad de Agricultores «Luchar es Vida» (UGT) se fueron distanciando cada vez más de sus socios de gobierno radical-socialistas, a quienes acusaban de timidez en la implementación de las reformas, mientras la patronal las obstruía y los obreros más radicalizados, que desconfiaban de ellas, se trasvasaban a la anarcosindicalista Asociación Campesina «Ceres». Tras haber sido desalojados del gobierno municipal durante el «bienio negro», las izquierdas volvieron a coger las riendas del Ayuntamiento cuando el Frente Popular ganó las elecciones legislativas de 1936. Y fue entonces cuando más cerca de hacerse realidad parecieron estar los sueños de los jornaleros. El Instituto de Reforma Agraria intervino La Laguna y El Soto, un latifundio de 850 hectáreas (la sexta parte del término municipal) propiedad de la condesa de Valdelagrana y lo cedió para su explotación colectiva a una comunidad de sesenta jornaleros cabezas de familia. Con sus esposas y los hijos a su cargo sumaban un total de 344 personas, el 6,2 % de la población censada en Bornos.
¡Viva España! ¡Viva el ejército!
Para los labradores y la clase media, que durante la República fueron despojados del poder político y en poco tiempo vieron cómo se desmoronaban algunos de sus privilegios, Bornos estaba desquiciado. Como todo el país. Los jornaleros, que siempre habían estado sometidos a su capricho, eran quienes ahora mandaban en el Ayuntamiento. Ellos decían a los agricultores lo que podían o no hacer en las tierras que cultivaban. Los obligaron a alimentar a los centenares de muertos de hambre que no tuvieron donde trabajar durante la calamitosa primavera de 1936. Y varias decenas de ellos empezaron a explotar La Laguna y El Soto. ¿Qué vendría después de eso? ¿La revolución?
No se podía seguir por ese camino. Había que devolver las cosas a su sitio, a donde siempre habían estado. Por eso la gente «de orden» no dudó: empuñaron las armas cuando el alférez Gavira sacó los guardias civiles a la calle para declarar el estado de guerra. Primero Luis, el de Cándido, hijo de uno de los señoritos más influyentes del pueblo. Detrás fueron otros labradores, comerciantes, industriales y profesionales liberales. Ellos y sus paniaguados. ¡Había que salvar a España! Se enfundaron en camisas azules y pardas, con boinas rojas y brazaletes, escopetas al hombro y pistolas en el cinto.
Entre los cerca de un centenar de hombres y mujeres a quienes hubo que matar en Bornos para que las aguas volviesen a su cauce se encuentran los protagonistas de los conflictos sociales y políticos de la etapa republicana y de aquella subversión del inmutable orden jerárquico: el alcalde socialista y otros nueve miembros de la corporación municipal de 1936, tres vocales obreros de la Comisión de Policía Rural y líderes de las dos centrales sindicales. No es casual que al menos el 77 % de los hombres y mujeres asesinados fuesen jornaleros.
Los rebeldes se habían propuesto liquidar la reforma agraria, pero la condesa de Valdelagrana no recuperó inmediatamente La Laguna y El Soto, al parecer por desacuerdo en las condiciones de devolución. La finca continuó intervenida por el nuevo Estado, pero los campesinos asentados en mayo fueron expulsados y la explotación colectiva se sustituyó por el modelo de parcelación individual. En octubre de 1938 eran veintinueve los asentados y de la comunidad inicial solo quedaban cuatro. Diecisiete –casi la tercera parte– habían sido asesinados. Entre ellos, Frasco Pandereta, el abuelo de Máximo, que era el cabezalero de la comunidad, y también su bisabuelo Manuel Perea.
La muchacha que defendió la bandera
Otra de las sesenta familias asentadas en La Laguna fue la de Isabel Sierra, la Montañesa. Ella había enviudado y era el mayor de sus hijos varones, Juan García Sierra, quien constaba como cabeza de familia en la comunidad de campesinos. Juanillo el de la Montañesa, como lo conocían en el pueblo, fue uno de los trabajadores que la noche del 22 de julio recorrieron los ranchos y cortijos del término para incautarse de armas con las que poder hacer frente a los guardias sublevados. Recogieron unas pocas escopetas y pistolas, pero, conscientes de su inferioridad, desistieron de aquel propósito. Algunos se marcharon hacia la serranía, donde los rebeldes no habían logrado imponerse. Juan fue de los que se quedaron en Bornos y, convencido por su madre, se presentó el 5 de agosto en el cuartel de la Guardia Civil. Se lo llevaron detenido al alcázar de Jerez de la Frontera, de donde pocos días después lo sacaron para fusilarlo en el cementerio de Arcos. Ese fue el primero de los golpes que despedazaron a la familia de la Montañesa.
María Luisa García Sierra tenía quince años cuando los fascistas arrebataron la vida a su hermano. Guardó la tragedia en silencio, pero en 1998, poco después de su fallecimiento, Jorge encontró entre los papeles de su madre el manuscrito Memorias de un año de mi vida. A lo largo de 244 páginas que terminó de redactar en diciembre de 1995, la poetisa autodidacta de Bornos desgrana sus recuerdos de 1936. La detención y el asesinato de Juan solo fueron el primer mazazo. Mataron a su cuñado Domingo González Sánchez, que también estaba asentado en La Laguna. Otro hermano, José, fue movilizado y enviado al frente con el ejército rebelde de Franco y encontraría la muerte combatiendo bajo una bandera que no era la suya; uno de tantos casos de «lealtad geográfica». Su hermana Adelaida y ella misma sufrieron la humillación del rapado. El relato de María Luisa comienza precisamente con la escena de cuando la sacan pelada del cuartel de Falange y la increpa el exalcalde monárquico Manuel Ruiz Vega, que vocifera fanfarrón y sonriente: «¡Adelante, adelante! Y ahora a pasearla por las calles. Que vea todo el pueblo lo que pasa… Y esto no es todo. Si con esto no tienes bastante, esta noche te dan el paseíto».
Lo de Adelaida fue peor. Solo tenía diecinueve años, pero se había «señalado». A todos se les había quedado grabada la estampa del Primero de Mayo: la muchacha impertérrita, con la bandera erguida, mientras todos huían atemorizados por los guardias que disolvían la manifestación a tiros. Todos excepto Miguel el Pelao, el presidente de la UGT. Desde aquel día hubo algún entendimiento entre ellos y Miguel quiso llevársela cuando se evadió del pueblo a finales de julio. La muchacha no se fue con el Pelao porque su madre la retuvo. Isabel la Montañesa también perdió a Adelaida por no querer separarse de ella. A finales de agosto o principios de septiembre la pelaron y la tuvieron día y medio detenida en la cárcel municipal, pero la madrugada del 3 de octubre acabaron con su vida. El desencadenante fue el regreso del alférez Gavira, que había estado concentrado en Olvera y preguntó qué habían hecho con «aquella muchacha que defendió la bandera». Esa misma noche también asesinaron a Juana Rodríguez Jiménez, la Paternera, y a Francisca Abadía, Clara. Una era hija de Pedro el Paternero y la otra, compañera de Juan Ramírez, el Pollo, ambos asentados en La Laguna y también asesinados. De Adelaida se dice que la llevaron al cercano municipio de Espera, que la violaron y la mataron en Villamartín.
Aquello que viví de cerca
María Luisa no pretendía escribir un libro de historia. Redactó el cuaderno de memorias para sus hijos. Para que conociesen lo que no quiso o no fue capaz de contarles en vida. Era consciente de que en sus recuerdos había lagunas y de que el relato tendría inexactitudes en las fechas y en la secuencia de los hechos:
«No tengo intención de hacer de historiadora. Sólo me ocupo de aquello que viví de cerca sin que tampoco pretenda escribir mi biografía. Sólo relatos que me afectaron por tocarlos de cerca, hechos que vieron mis ojos y mis oídos escucharon. La historia que la escriba otro, pero, por favor… ¡No la falseéis! La verdad desperdigada sigue estando por alguna parte. Que no sea la sombra de la mentira la que alumbre a las nuevas generaciones».
Pero también sabía que aquellos acontecimientos que marcaron su juventud trascendían el ámbito de lo puramente familiar. Sus memorias son un testimonio excepcional de los «días de barbarie» que padeció Bornos en 1936, el testimonio fiel y directo de quien padeció la violencia fascista en sus propias carnes. Como tantos otros, también ella buscó los porqués de aquella salvaje pesadilla, se preguntó por qué los señoritos de Bornos permitieron aquella matanza y no encontró más respuesta que la voluntad de exterminar al adversario político: «Era su intención terminar con todo el que perteneciera a un sindicato, el que fuera. A ellos ningún trabajador les hacía sombra. No cabe otra explicación cuando se lanzaron al exterminio sin ninguna justificación».