Estos días ha muerto Israel Gutman, posiblemente el mejor historiador del Holocausto nazi. Escribió sobre lo que vivió, superviviente como era de tres campos de exterminio, sin padres ni hermanos por el asedio al gueto de Varsovia –donde luchó en la resistencia judía y quedó lleno de metralla y ciego de un ojo-, pionero en emigrar a un Israel aún no creado, hombre de campo transformado en profesor e investigador por el ansia de contar al mundo, de hacer que todos supieran, que nadie dudara de la pesadilla. Gutman no trabajaba desde su primera persona sufriente, sino desde la franqueza del historiador fiable, prosa limpia e hiriente por el peso de la verdad, que era su meta, ordenada y precisa, para impedir la desmemoria.
Cuando Gutman daba conferencias o acudía a un instituto a hablar a los adolescentes, era todo pasión, humor, entrega. Siempre al pie de los hechos, pero también siempre irónico, con puyas para los bienintencionados gobiernos aliados que se cruzaron de brazos y los ciudadanos que volvían la cabeza hacia otro lado, siempre crítico y temeroso de repetir los mismos errores, de no aprender, de no hacer justicia en la medida necesaria. Un señor lúcido y humano, pese a que un día quisieron despojarlo de su condición de hombre. Así fue hasta sus 90 años.
Siempre que veía a Gutman pensaba en lo bien que se llevaría con un hombre tan parecido a él como Cecilio Gordillo. El israelí sólo hubiera reprendido sus camisetas, muchas veces con lemas reivindicativos, muy políticas, frente a sus chalecos clásicos de cuello de pico y el pantalón de pinzas. Serían buenos colegas. A Gordillo ustedes lo conocerán por ser el coordinador del proyecto Todos los nombres –“Que mi nombre no se pierda en la Historia”, es el lema de esta base de datos de víctimas del franquismo- y como impulsor del grupo de memoria histórica del sindicato CGT. Yo lo tengo por la fuente más fiable y entrañable que he tenido en mi carrera y creo que nadie nunca le hará la competencia ni siquiera mínimamente.
Cecilio vive para recordar y para actuar. La imagen de Pepito Grillo, de conciencia de los olvidadizos pinochos, se queda corta con él. Es cabezota, peleón, escéptico pero no descreído ni cínico, curioso en extremo, convencido de que su obligación es no callar, ni poner buena cara para agradar. Sus tirones de orejas duelen. No se deja embaucar por los despachos de alfombras mullidas, a los que va sólo a pedir lo que cree justo. Nunca agranda las cifras ni las historias, que bastante duras son, y por eso de él se fían los grandes historiadores como Paul Preston. No tiene doblez, no engaña. Es un cacho de pan a las buenas y un ciclón a las malas. Sólo con los malos. “Íntegro” debería ser su tercer apellido.
No están leyendo una loa al amigo. Esto es más bien una queja ante la incomprensible falta de reconocimiento de un hombre entregado a reducir el dolor aplicando justicia como bálsamo a los descendientes de los muertos, detenidos, humillados, esclavizados y perseguidos de la Guerra Civil española y la dictadura posterior. Alguien, algún día, debería acordarse de este extremeño de origen para una Medalla de Andalucía o como Hijo Predilecto. Seguro que le espanta la idea del boato y el politiqueo glosando sus méritos. Pero se lo merece. Por eso debe trascender a la calle su impagable tarea.
De su gente y su equipo fueron los primeros pasos serios para reivindicar la memoria histórica en España, cuando nadie había acuñado aún esa etiqueta, cuando en ninguna agenda estaba la prioridad de cerrar la herida del desconocimiento y la angustia. La sociedad se sumó a su empeño, lentamente, y la maquinaria rodó sólo porque Cecilio y los suyos, junto a otras asociaciones pioneras, estaban ahí para echar una mano. Empezó buscando a los anarcosindicalistas perseguidos por el fascismo, pero descubrió demasiado como para enterrarlo doblemente en los archivos.
Su voz, incansable, alerta, ha llevado a las nuevas generaciones a conocer el Canal de los Presos del Bajo Guadalquivir levantado por miles de republicanos; el campo de concentración de Los Merinales, el mayor de los más de 150 que había en España; las vidas de Melchor Rodríguez o Pedro Vallina; el dolor de los andaluces de Mauthausen; los barcos-checa del sevillano Muelle de la Sal; la vida de los presos políticos en la cárcel de La Ranilla. Cecilio grita que no se puede hacer merchandising con Casas Viejas -¿recuerdan el Hotel Utopía?-, que no se puede ocultar información en un registro civil en plena democracia. Es el hombre de temple que pide “cordura y prudencia” cuando se busca a Federico García Lorca en Alfacar y que murmura temblando un nombre, San Rafael, que ni millones de noticias por venir podrán sepultar en mi mente. Sin Cecilio, sin su pelea y las ondas que genera su movimiento pesado y cojo, no tendríamos enterrados en paz a 2.840 malagueños.
“No son, a simple vista, sólo huesos”, como canta Pedro Guerra. No para hombres como este hombre. No para el guardián de la memoria. Tampoco debería serlo para las administraciones que cercenan presupuestos, que ponen en jaque lo avanzado. El ruido de sus recortes nunca podrá poner sordina a la conciencia de hombre sublevada de Cecilio Gordillo.