viernes, 11 de julio de 2014

«La historia nos advierte de los cambios del futuro»


Pedro Sevilla | Arcos Información |  4 al 10 de julio de 2014

Cuando le remití el cuestionario para la entrevista, nadie podía imaginarse que el rey Juan Carlos iba a abdicar y que en el mismo mes tendríamos como Jefe de Estado a Felipe VI. Cuando me enteré de la abdicación, repasé dicho cuestionario por si se había quedado viejo, pero resulta que no, porque España sigue siendo una Monarquía Parlamentaria y todo lo que yo le preguntaba al historiador Fernando Romero sigue vivo. A rey abdicado rey puesto y he aquí lo que Fernando Romero nos habla sobre la República, sobre las secuelas de la guerra civil o sobre la función del historiador.

—En este mismo periódico se ha publicado la noticia de su participación en un acto de la organización política Izquierda Unida donde se reivindica la República. ¿Es el retorno de esa forma de Gobierno una prioridad actual o, como argumentan otros, es preferible no hacer mudanzas en tiempo de tribulaciones, con esta crisis económica y de valores que nos asola?

—No creo que cambiar la forma de Estado sea prioritario. Pero que no lo sea no quiere decir que no haya que hacerlo. La existencia de otras prioridades es la evasiva con la que rehúyen y posponen sine die el debate sobre la forma de Estado quienes se aferran al modelo que ahora tenemos. Esos mismos son los que, si gozásemos una etapa de prosperidad, bienestar y bonanza económica, dirían: «Para qué vamos a cambiar con lo bien que nos va con la monarquía». Independientemente de que haya problemas sociales y económicos más urgentes, es un debate que hay que plantear. Es una cuestión de racionalidad del sistema político y de avance en la democratización de las instituciones.

—¿Cuánto hay, entre los partidarios de la República, de republicanismo de verdad, y cuánto hay de antimonarquismo y, si me apura, antiborbonismo?

—Para quienes vivieron y protagonizaron la transición, el dilema de república o monarquía perdía fuerza o se desdibujaba cuando lo esencialmente nuevo era que se salía de una dictadura y se entraba en la democracia. Eso es lo que, en la década de los noventa, expresaba un veterano militante comunista que ya en el 36, siendo casi un chiquillo, perteneció a las juventudes del partido y que me decía: «Lo de ahora es como lo que teníamos antes de Franco: una república. Solo que la de antes era una república con presidente y ahora tenemos una república con un rey. ¿No vamos a votar? ¡Pues eso es la república!». Para muchos, como él, lo importante no era que la jefatura del Estado fuese electiva o hereditaria, sino que la dictadura había dado paso a la democracia parlamentaria. Quienes no conocieron la dictadura quizás hayan visto la monarquía como algo consustancial al sistema democrático. Además fue el rey quien dirigió el proceso de cambio y gracias a él tenemos democracia. Eso es, al menos, lo que cuenta el relato oficial de la transición. ¿Cómo vamos a cuestionar la monarquía si el rey es uno de los artífices de nuestro sistema de libertades?
       En época de bonanza económica, cuando las cosas iban bien, no eran muchos los que cuestionaban la monarquía. Los catalanes separatistas, algún comunista trasnochado y pocos más. Si te declarabas republicano, te tachaban de loco. La monarquía se veía como «lo normal». Es como el florero de la abuela que adorna el aparador de la salita: puede que sea anticuado, pero nos acostumbramos a él y, como no molesta, ni nos planteamos mudarlo. Las cosas cambian cuando la dictadura se ve como algo lejano, se empieza a cuestionar el relato de la transición modélica y, mientras el país se hunde en la crisis económica, nos enteramos de que el rey bonachón tiene una fortuna de no sé cuántos millones de euros y luego, encima, lo del yerno presunto chorizo, la infanta que ni sabe ni contesta, el paquidermo botsuano…  y lo que pueda venir. Se junta todo y eso le quita lustre a la imagen idealizada que se pueda tener de la monarquía. ¿Antimonarquismo o antiborbonismo? ¡Qué más da! Lo que cuenta es que los chavales de veinte años ven al jefe del Estado como una pieza más de la marabunta de políticos, gestores y burócratas que forman el engranaje de un sistema que cada vez satisface menos. Y si al alcalde de mi pueblo lo podemos elegir cada cuatro años ¿cómo vamos a tener un jefe de Estado de por vida? ¿Alguien entendería que los cargos de alcalde, presidente de la Audiencia o de la Junta de Andalucía fuesen hereditarios y pasasen de padres a hijos por derecho de sangre? ¿En qué cabeza entraría eso? Creo que es una cuestión de racionalidad. O quizás me equivoco y resulta que esto de los sistemas políticos no es una cosa de ideas, argumentos y razones, sino de impulsos, sentimientos y emociones… y se es monárquico por lo mismo que se es del Betis o de la Macarena.

—¿Qué hay que hacer para que la Historia no sea siempre la versión oficial de los ganadores?

—El relato del pasado puede convertirse en fuente de legitimación o, por el contrario, de deslegitimación de instituciones y realidades del presente. Por eso al poder le interesa controlarlo. Siempre ha sido así. Para lograrlo se puede llegar al extremo de tergiversar y manipular maliciosamente la reconstrucción de los hechos o, simplemente, omitir y silenciar lo que no interesa. Y escritores mercenarios nunca han faltado. En realidad, ningún relato historiográfico nos presenta los hechos puros. La reconstrucción del pasado está mediatizada por el historiador que lo interpreta condicionado por sus concepciones previas, aplicando determinadas metodologías y con interés por determinados problemas. ¿Cómo evitar caer en la red de las medias verdades, manipulaciones y hagiografías justificatorias? Leer, leer mucho. Contrastar versiones. Se pudo hacer durante la dictadura franquista: cuando la censura estatal controlaba férreamente todo lo que se publicaba en el país, los libros de Ruedo Ibérico, que llegaban clandestinamente desde Francia, minaron el relato oficial del régimen. ¿Cómo no vamos a hacerlo hoy? No será por falta de medios: tenemos más libros que nunca, más bibliotecas, y tenemos Internet, una tecnología de comunicación con una potencia de transmisión de información que hace tres décadas era inimaginable.

—España sigue teniendo –a tantos años ya de la democracia en la que muchos quisimos ver también la reconciliación tras la guerra y la dictadura- a hombres y mujeres enterrados en las cunetas. ¿Cuál es la actuación adecuada para que se repare esa anomalía moral?

—Es una anomalía incomprensible. Vivimos en un país con decenas de miles de hombres y mujeres enterrados en cunetas y en fosas comunes. Millares de ciudadanos que fueron asesinados y cuyas muertes, en muchos casos, ni siquiera se registraron oficialmente. Tenemos que comenzar por reconocer que la anomalía existe y mirar sin miedo y sin complejos a esa parte de nuestro pasado que durante décadas se silenció. Ahí es donde entramos los investigadores: nos toca escribir una página de la historia que se dejó en blanco. En Arcos tenéis las memorias de Manuel Temblador que, ya en la década de los ochenta, pusieron nombre y apellidos a las víctimas de la represión franquista, pero en otros pueblos de la comarca no se escribió ni una sola línea sobre las víctimas hasta que a finales de los noventa se revitalizó la historiografía sobre la guerra civil y poco después emergió con fuerza el movimiento de recuperación de la memoria histórica. Tenemos que arrojar luz sobre la represión: decir quiénes fueron las víctimas, contar por qué fueron asesinadas y tiradas en fosas comunes, qué ideales y proyectos políticos quisieron los represores eliminar y enterrar con ellas. Y hablar no solo de los que perdieron la vida, porque la eliminación física del adversario político fue la vertiente más brutal de la represión franquista, pero no la única: también están los que fueron juzgados por los tribunales militares, los que padecieron cárcel, fueron expulsados de sus puestos de trabajos, perdieron sus bienes o tuvieron que marchar al exilio. Algunos presos políticos recibieron compensaciones económicas, otras víctimas han tenido actos de homenaje y reconocimiento. ¿Y qué hacemos con las fosas? Las alternativas son exhumar o dignificar los lugares de enterramiento. Optar por una u otra solución dependerá de la voluntad de los familiares y de la viabilidad técnica de la intervención.

—Como especialista en el tema de la memoria histórica, ¿ha visto usted, por parte de particulares o partidos políticos, afán revanchista en las peticiones de excavación de fosas comunes?

—Puede haber excepciones, pero no es un afán revanchista lo que mueve a los familiares y a las organizaciones memorialistas. Lo que quiere la gente es sacar de la fosa a su abuelo, tío o hermano y enterrarlo «como dios manda». Y de tener a un familiar en la fosa nace un sentimiento de solidaridad hacia quienes compartieron su mismo destino. Lo indignante es que haya quienes, en nombre de la reconciliación y apelando a la inconveniencia de «remover el pasado», se nieguen a que otros puedan recuperar los restos de sus familiares. Es como si te dijeran: «Para no reabrir heridas, tu abuelo tiene que seguir tirado como un perro en la cuneta». La realidad es al revés: las familias tienen heridas sin cicatrizar que no cierran hasta que se abre la fosa. ¿Y los partidos políticos? Han ido a remolque de la presión social. Durante la transición miraron a otro lado, lo mismo que hicieron los primeros gobiernos socialistas. Se montaron en el carro cuando durante la década pasada nació el movimiento de recuperación de la memoria histórica, no sé si porque vieron la luz o porque vieron un filón de votos. Solo los partidos de izquierdas llevan en sus programas medidas relacionadas con la recuperación de la memoria histórica –y eso, evidentemente, los valoran las familias y organizaciones memorialistas–, pero a veces son políticos de esos mismos partidos quienes más trabas ponen a los proyectos de investigación y peticiones de exhumación.

—¿Cuál es la función del historiador en el día a día?

—El historiador no se ocupa del pasado como mera curiosidad de hechos pretéritos sin trascendencia. La historia nos enseña que nuestra sociedad no siempre ha sido tal como la conocemos y nos advierte de que en el futuro seguirá cambiando. Nos permite comprender por qué es como es y no de otra manera y también nos invita a entrever lo que pudo haber sido y finalmente no fue. Nos permite ser críticos con el presente y afrontar el futuro con otra perspectiva. Comenzamos hablando de monarquía o república en España, una cuestión de actualidad y de futuro. Pues bien, ¿valoraremos de la misma manera la actual monarquía y la alternativa republicana si, además de los hechos que durante los últimos años han afeado la imagen pública de la Casa Real, conocemos la evolución de nuestra historia política durante el último siglo, desde la crisis de la Restauración y la Segunda República, hasta la guerra civil, la dictadura y la transición? Apuesto a que no.