Pedro Sevilla | Arcos Información | 4 al 10 de julio de 2014
Cuando le remití
el cuestionario para la entrevista, nadie podía imaginarse que el rey Juan
Carlos iba a abdicar y que en el mismo mes tendríamos como Jefe de Estado a
Felipe VI. Cuando me enteré de la abdicación, repasé dicho cuestionario por si
se había quedado viejo, pero resulta que no, porque España sigue siendo una
Monarquía Parlamentaria y todo lo que yo le preguntaba al historiador Fernando
Romero sigue vivo. A rey abdicado rey puesto y he aquí lo que Fernando Romero
nos habla sobre la República, sobre las secuelas de la guerra civil o sobre la
función del historiador.
—En este mismo periódico se ha publicado
la noticia de su participación en un acto de la organización política Izquierda
Unida donde se reivindica la República. ¿Es el retorno de esa forma de Gobierno
una prioridad actual o, como argumentan otros, es preferible no hacer mudanzas
en tiempo de tribulaciones, con esta crisis económica y de valores que nos
asola?
—No creo que cambiar la forma de Estado
sea prioritario. Pero que no lo sea no quiere decir que no haya que hacerlo. La
existencia de otras prioridades es la evasiva con la que rehúyen y posponen sine die el debate sobre la forma de
Estado quienes se aferran al modelo que ahora tenemos. Esos mismos son los que,
si gozásemos una etapa de prosperidad, bienestar y bonanza económica, dirían: «Para qué vamos a cambiar con lo
bien que nos va con la monarquía».
Independientemente de que haya problemas sociales y económicos más urgentes, es
un debate que hay que plantear. Es una cuestión de racionalidad del sistema
político y de avance en la democratización de las instituciones.
—¿Cuánto
hay, entre los partidarios de la República, de republicanismo de verdad, y
cuánto hay de antimonarquismo y, si me apura, antiborbonismo?
—Para quienes vivieron y protagonizaron
la transición, el dilema de república o monarquía perdía fuerza o se desdibujaba
cuando lo esencialmente nuevo era que se salía de una dictadura y se entraba en
la democracia. Eso es lo que, en la década de los noventa, expresaba un veterano
militante comunista que ya en el 36, siendo casi un chiquillo, perteneció a las
juventudes del partido y que me decía: «Lo
de ahora es como lo que teníamos antes de Franco: una república. Solo que la de
antes era una república con presidente y ahora tenemos una república con un rey.
¿No vamos a votar? ¡Pues eso es la república!». Para muchos, como él, lo importante no era que la jefatura del
Estado fuese electiva o hereditaria, sino que la dictadura había dado paso a la
democracia parlamentaria. Quienes no conocieron la dictadura quizás hayan visto
la monarquía como algo consustancial al sistema democrático. Además fue el rey
quien dirigió el proceso de cambio y gracias a él tenemos democracia. Eso es, al
menos, lo que cuenta el relato oficial de la transición. ¿Cómo vamos a
cuestionar la monarquía si el rey es uno de los artífices de nuestro sistema de
libertades?
En época
de bonanza económica, cuando las cosas iban bien, no eran muchos los que
cuestionaban la monarquía. Los catalanes separatistas, algún comunista
trasnochado y pocos más. Si te declarabas republicano, te tachaban de loco. La monarquía
se veía como «lo normal». Es como el florero de la abuela que adorna el
aparador de la salita: puede que sea anticuado, pero nos acostumbramos a él y,
como no molesta, ni nos planteamos mudarlo. Las cosas cambian cuando la
dictadura se ve como algo lejano, se empieza a cuestionar el relato de la
transición modélica y, mientras el país se hunde en la crisis económica, nos
enteramos de que el rey bonachón tiene una fortuna de no sé cuántos millones de
euros y luego, encima, lo del yerno presunto chorizo, la infanta que ni sabe ni
contesta, el paquidermo botsuano… y lo
que pueda venir. Se junta todo y eso le quita lustre a la imagen idealizada que
se pueda tener de la monarquía. ¿Antimonarquismo o antiborbonismo? ¡Qué más da!
Lo que cuenta es que los chavales de veinte años ven al jefe del Estado como
una pieza más de la marabunta de políticos, gestores y burócratas que forman el
engranaje de un sistema que cada vez satisface menos. Y si al alcalde de mi
pueblo lo podemos elegir cada cuatro años ¿cómo vamos a tener un jefe de Estado
de por vida? ¿Alguien entendería que los cargos de alcalde, presidente de la
Audiencia o de la Junta de Andalucía fuesen hereditarios y pasasen de padres a
hijos por derecho de sangre? ¿En qué cabeza entraría eso? Creo que es una
cuestión de racionalidad. O quizás me equivoco y resulta que esto de los
sistemas políticos no es una cosa de ideas, argumentos y razones, sino de
impulsos, sentimientos y emociones… y se es monárquico por lo mismo que se es
del Betis o de la Macarena.
—¿Qué
hay que hacer para que la Historia no sea siempre la versión oficial de los
ganadores?
—El relato del pasado puede convertirse
en fuente de legitimación o, por el contrario, de deslegitimación de
instituciones y realidades del presente. Por eso al poder le interesa
controlarlo. Siempre ha sido así. Para lograrlo se puede llegar al extremo de
tergiversar y manipular maliciosamente la reconstrucción de los hechos o,
simplemente, omitir y silenciar lo que no interesa. Y escritores mercenarios
nunca han faltado. En realidad, ningún relato historiográfico nos presenta los
hechos puros. La reconstrucción del pasado está mediatizada por el historiador
que lo interpreta condicionado por sus concepciones previas, aplicando
determinadas metodologías y con interés por determinados problemas. ¿Cómo
evitar caer en la red de las medias verdades, manipulaciones y hagiografías
justificatorias? Leer, leer mucho. Contrastar versiones. Se pudo hacer durante
la dictadura franquista: cuando la censura estatal controlaba férreamente todo
lo que se publicaba en el país, los libros de Ruedo Ibérico, que llegaban
clandestinamente desde Francia, minaron el relato oficial del régimen. ¿Cómo no
vamos a hacerlo hoy? No será por falta de medios: tenemos más libros que nunca,
más bibliotecas, y tenemos Internet,
una tecnología de comunicación con una potencia de transmisión de información
que hace tres décadas era inimaginable.
—España
sigue teniendo –a tantos años ya de la democracia en la que muchos quisimos ver
también la reconciliación tras la guerra y la dictadura- a hombres y mujeres
enterrados en las cunetas. ¿Cuál es la actuación adecuada para que se repare
esa anomalía moral?
—Es una anomalía incomprensible. Vivimos
en un país con decenas de miles de hombres y mujeres enterrados en cunetas y en
fosas comunes. Millares de ciudadanos que fueron asesinados y cuyas muertes, en
muchos casos, ni siquiera se registraron oficialmente. Tenemos que comenzar por
reconocer que la anomalía existe y mirar sin miedo y sin complejos a esa parte
de nuestro pasado que durante décadas se silenció. Ahí es donde entramos los investigadores:
nos toca escribir una página de la historia que se dejó en blanco. En Arcos
tenéis las memorias de Manuel Temblador que, ya en la década de los ochenta,
pusieron nombre y apellidos a las víctimas de la represión franquista, pero en
otros pueblos de la comarca no se escribió ni una sola línea sobre las víctimas
hasta que a finales de los noventa se revitalizó la historiografía sobre la
guerra civil y poco después emergió con fuerza el movimiento de recuperación de
la memoria histórica. Tenemos que arrojar luz sobre la represión: decir quiénes
fueron las víctimas, contar por qué fueron asesinadas y tiradas en fosas
comunes, qué ideales y proyectos políticos quisieron los represores eliminar y
enterrar con ellas. Y hablar no solo de los que perdieron la vida, porque la
eliminación física del adversario político fue la vertiente más brutal de la
represión franquista, pero no la única: también están los que fueron juzgados por
los tribunales militares, los que padecieron cárcel, fueron expulsados de sus
puestos de trabajos, perdieron sus bienes o tuvieron que marchar al exilio. Algunos
presos políticos recibieron compensaciones económicas, otras víctimas han
tenido actos de homenaje y reconocimiento. ¿Y qué hacemos con las fosas? Las
alternativas son exhumar o dignificar los lugares de enterramiento. Optar por
una u otra solución dependerá de la voluntad de los familiares y de la
viabilidad técnica de la intervención.
—Como
especialista en el tema de la memoria histórica, ¿ha visto usted, por parte de
particulares o partidos políticos, afán revanchista en las peticiones de
excavación de fosas comunes?
—Puede haber excepciones, pero no es un
afán revanchista lo que mueve a los familiares y a las organizaciones
memorialistas. Lo que quiere la gente es sacar de la fosa a su abuelo, tío o
hermano y enterrarlo «como
dios manda». Y de tener a un
familiar en la fosa nace un sentimiento de solidaridad hacia quienes
compartieron su mismo destino. Lo indignante es que haya quienes, en nombre de
la reconciliación y apelando a la inconveniencia de «remover el pasado»,
se nieguen a que otros puedan recuperar los restos de sus familiares. Es como
si te dijeran: «Para no
reabrir heridas, tu abuelo tiene que seguir tirado como un perro en la cuneta». La realidad es al revés: las
familias tienen heridas sin cicatrizar que no cierran hasta que se abre la
fosa. ¿Y los partidos políticos? Han ido a remolque de la presión social.
Durante la transición miraron a otro lado, lo mismo que hicieron los primeros
gobiernos socialistas. Se montaron en el carro cuando durante la década pasada
nació el movimiento de recuperación de la memoria histórica, no sé si porque
vieron la luz o porque vieron un filón de votos. Solo los partidos de izquierdas
llevan en sus programas medidas relacionadas con la recuperación de la memoria
histórica –y eso, evidentemente, los valoran las familias y organizaciones
memorialistas–, pero a veces son políticos de esos mismos partidos quienes más
trabas ponen a los proyectos de investigación y peticiones de exhumación.
—¿Cuál
es la función del historiador en el día a día?
—El historiador no se ocupa del pasado
como mera curiosidad de hechos pretéritos sin trascendencia. La historia nos
enseña que nuestra sociedad no siempre ha sido tal como la conocemos y nos advierte
de que en el futuro seguirá cambiando. Nos permite comprender por qué es como
es y no de otra manera y también nos invita a entrever lo que pudo haber sido y
finalmente no fue. Nos permite ser críticos con el presente y afrontar el
futuro con otra perspectiva. Comenzamos hablando de monarquía o república en
España, una cuestión de actualidad y de futuro. Pues bien, ¿valoraremos de la
misma manera la actual monarquía y la alternativa republicana si, además de los
hechos que durante los últimos años han afeado la imagen pública de la Casa Real,
conocemos la evolución de nuestra historia política durante el último siglo,
desde la crisis de la Restauración y la Segunda República, hasta la guerra
civil, la dictadura y la transición? Apuesto a que no.