lunes, 28 de noviembre de 2011

Presentación de la colección Pasado Oculto de Editorial Aconcagua

Desde 1997 Aconcagua Libros ha venido desarrollando una intensa labor editorial basada en dos pilares fundamentales: el pensamiento crítico y el rigor intelectual. Con este ensayo de Francisco Espinosa Maestre, historiador de referencia en el ámbito de la investigación de la represión franquista, Aconcagua presenta la colección “Pasado oculto” con la intención de abrirse a nuevos y amplios sectores sociales que demandan mayor conocimiento sobre su presente histórico. Sin prescindir lo más mínimo de los fundamentos idiosincráticos originales —crítica y rigor—, la editorial pretende contribuir al debate ciudadano sobre una etapa de nuestra historia reciente que ha sido durante muchas décadas deliberadamente silenciada y que, en cambio, hoy emerge con una fuerza inusitada. El genocidio franquista perpetrado en amplios territorios de Extremadura y Andalucía no podía caer en un ignominioso olvido social ni recluirse tampoco al exclusivo ámbito especializado. De ahí la necesidad y oportunidad de esta colección como lugar idóneo para la puesta en valor y la divulgación de aquellas investigaciones de calidad que vienen llevándose a cabo —o que están todavía en proceso de diseño— y que tanto están contribuyendo a desvelar las verdades históricas de nuestra tierra.

Ángel del Río Sánchez, coordinador de Pasado Oculto




Antonio Lirio León, "el Morcillero". Un montecorteño ejecutado con garrote en la cárcel de Jerez

Fernando Romero Romero
Pepa Zambrana Atienza


Antonio Lirio León, el Morcillero, era un campesino socialista nacido en Ronda y vecino de la aldea de Montecorto. Cuando se produjo el golpe contra la República en julio de 1936 cooperó en la resistencia contra los rebeldes, recogiendo armas en las casas de campo y haciendo servicios de guardia. Huyó hacia la costa cuando la comarca rondeña fue ocupada en septiembre, pero no le quedó más remedio que regresar al quedar copado tras la conquista de Málaga en febrero de 1937. Los golpistas ya habían decidido emplear sistemáticamente la justicia militar para castigar a quienes se habían opuesto a la rebelión. En otras circunstancias habría sido la comandancia militar de Montecorto o la de Ronda la que debería iniciar el expediente informativo sobre su conducta, pero a principios de marzo el sargento de la Guardia Civil Pedro Fernández Fernández, comandante militar del cercano municipio de El Gastor (Cádiz), reclamó que lo trasladasen a esta localidad. Los militantes de izquierdas de ambas poblaciones habían mantenido una estrecha cooperación durante el verano de 1936 y sargento de El Gastor acusaba a Antonio Lirio, entre otros extremos, de participar el 26 de agosto en la acción de El Duende, donde varios soldados de infantería y falangistas perdieron la vida en una emboscada tendida por las milicias de Pedro López.

            En la declaración que supuestamente hizo Antonio Lirio el 8 de mayo ante el teniente de la Guardia Civil Guillermo Torres Pons, consta que hizo guardia con una escopeta en los alrededores de Montecorto y que estuvo recogiendo armas en El Fresnillo, El Alcachofal y La Parra, que dirigió el registro del rancho Huertezuelas para detener a Andrés Atienza, tiroteó a la Guardia Civil de El Gastor desde Los Tajillos, participó en la emboscada de El Duende, en el asalto al cortijo Las Columnas y que después se marchó a Málaga y estuvo en San Pedro Alcántara con las milicias de Pedro López. Algunos de esos hechos aparecían también como acusación en las declaraciones de los testigos, pero lo único que Antonio Lirio admitió como cierto cuando cinco meses después compareció en la prisión del partido de San Fernando ante el juez instructor militar al que se asignó el sumario, el teniente honorífico del Cuerpo Jurídico Militar Manuel Moreno Herrera, fue haber hecho guardia en los alrededores en Montecorto. Dijo que «si bien contestó afirmativamente a todos los cargos que le imputaban por los que le tomaron su anterior declaración, lo hizo por lo mucho que le pegaron con las manos y con un vergajo, produciéndole ligeras contusiones que no necesitaron asistencia médica».

            Para Moreno Herrera no era nuevo que un encartado se negase a ratificar las declaraciones que constaban en los expedientes informativos instruidos por la Guardia Civil. Ya le había ocurrido antes en El Gastor, Olvera, Torre Alháquime y Villamartín. Lo que no era tan frecuente es que fuese un testigo de cargo quien se negase a ratificar la suya. Eso ocurrió cuando el 8 de noviembre se personó en El Gastor y uno de los testigos, Manuel Piqueras, no quiso reconocer su declaración sobre Antonio Lirio, asegurando que no había dicho nada de lo que constaba en ella. Dijo que la firmó creyendo que se refería a un gastoreño apodado Cantarito, que era el único sobre quien había testificado. A continuación añadió que lo único que sabía sobre Lirio es que en agosto de 1936 se presentó con diez o doce hombres armados en el rancho El Vínculo buscado a su cuñado para asesinarle, pero que no pudieron dar con él porque lo tenían escondido. El otro testigo de cargo contra Antonio Lirio, Andrés Atienza, sí ratificó la suya y además dijo haber estado presente cuando el encartado hizo ante el teniente Torres las declaraciones que luego se negó a reconocer. Pero es posible que estuviese tergiversando intencionadamente algunos de los hechos sobre los que testificaba con el objeto de agravar las imputaciones contra el de Montecorto. En su relato del registro de Huertezuelas dijo que el grupo de milicianos que encabezaba iba con intención de matarlo a él y que amarraron a su hermano para llevárselo detenido, aunque finalmente no lo hicieron gracias a la intervención de un rojo vecino de El Gastor que intercedió por él. Sin embargo en otra declaración del hermano, que fue el testigo presencial de los hechos, el episodio se describe como un simple registro en busca de armas, sin la más mínima referencia a que los milicianos pretendiesen matar ni llevarse detenido a nadie.

            La práctica de algunas diligencias demoró la conclusión de la instrucción hasta el 5 de enero de 1938. El consejo de guerra se celebró el 11 de febrero en Cádiz, a cuya prisión provincial había sido trasladado Lirio. Siguiendo el procedimiento habitual, el defensor pudo ojear el sumario durante tres horas el mismo día de la vista. El fiscal, Alfonso Moreno Gallardo, pidió la pena de muerte para el procesado, a quien consideraba culpable de rebelión militar, mientras éste manifestaba que todo cuanto se le achacaba era falso. El Consejo de Guerra, presidido por el comandante Rafael López Alba, lo condenó a última pena. La sentencia fue aprobada por el auditor Bohórquez y a finales de marzo la Asesoría Jurídica del Cuartel General del Generalísimo comunicó que Franco se daba por enterado de las penas de muerte impuestas a ambos y que la de Antonio Lirio debía ejecutarse «en la forma propuesta». Esto desconcertó al jefe de los Servicios de Justicia de Cádiz, Marcelino Rancaño, pues en la sentencia no había ninguna propuesta sobre la forma de ejecución y solicitó al auditor que aclarase si la Asesoría Jurídica de Franco o él mismo habían dispuesto «alguna modalidad en cuanto al lugar de cumplimiento de la pena impuesta a Antonio Lirio León o a otras circunstancias». Probablemente nadie había dispuesto nada al respecto y sólo se trataba de un desliz en la redacción del escrito con el que la Asesoría Jurídica notificó el enterado de Franco, pero Bohórquez resolvió la cuestión rápidamente. Respondió que lo ejecutasen «con arreglo a lo dispuesto en el Código Penal Ordinario». Así se tomó la decisión de ejecutarlo con garrote vil, cuando probablemente esto no estaba en la mente del Consejo de Guerra cuando dictó la sentencia, y si lo estaba no supo expresarlo con claridad, ya que ni el jefe de los Servicios de Justicia era capaz de deducirlo.

            La sentencia tardó más de un mes en cumplirse porque los militares no tenían el aparato para la ejecución y tanto éste como el verdugo adiestrado para manejarlo –Andrés Ortega– tuvo que proporcionarlos la Audiencia Provincial de Granada. La primera intención fue ejecutarlo en la Prisión Provincial de Cádiz, pero su director respondió que allí no había sitio seguro para hacerlo, pues el patio donde antes se realizaban las ejecuciones estaba completamente derruido y en comunicación con el exterior y las demás dependencias estaban repletas de reclusos. Finalmente se decidió hacerlo en la prisión del partido de Jerez de la Frontera. El hecho de que los Servicios de Justicia no supiesen que en la provincia de Cádiz no había verdugo, ni garrote, ni que la prisión provincial no reunía condiciones para la ejecución nos indica que Antonio Lirio debió de ser el primer reo a quien se ejecutaba de esa forma en el territorio de su jurisdicción. Lo agarrotaron a las siete de la mañana del lunes 20 de junio de 1938, después de leerle la sentencia y ofrecerle los servicios de capilla, en presencia de un juez militar, del director de la cárcel, dos funcionarios, el capellán castrense, representantes del gobernador y del Ayuntamiento y tres vecinos de Jerez que fueron designados por el alcalde. El certificado de defunción lo expidió un médico militar y lo enterraron en la fosa general del patio de ampliación del cementerio jerezano. La defunción está inscrita en el Registro Civil de la ciudad, donde consta que tenía treinta y ocho años de edad, que estaba casado y que dejó tres hijos, y también la causa de la muerte: «a consecuencia de síncope cardíaco».

Bibliografía: F. ROMERO y P. ZAMBRANA: Del rojo al negro. República, Guerra Civil y represión en El Gastor. 1931-1946. Grupo de Trabajo Recuperando la Memoria de la Historia Social de Andalucía (CGT-A) – Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia (AMHyJA). Sevilla, 2010.



domingo, 17 de julio de 2011

Pedro Morillo Palomo y Antonio Jarén Fernández

Fernando Romero Romero

El 4 de julio de 1936 amanecieron varias pintadas en la calle García Hernández de Villamartín (Cádiz), popularmente conocida como calle del Santo. En una de ellas pusieron, junto al símbolo de la hoz y el martillo: «Muera la Guardia Civil que son unos cuneros». Los guardias del puesto hicieron pesquisas para identificar a los autores del letrero y antes de acabar el día apareció alguien que estaba dispuesto a denunciarlos. A las once de la noche se presentó en el cuartel Antonio Perea Ruiz, que decía haber visto cómo Pedro Morillo Palomo y Antonio Jarén Fernández, el Gordito, hicieron las pintadas de madrugada. El denunciante declaró que hacerlas le parecía un «proceder indigno e improcedente» y que lo ponía en conocimiento de la Guardia Civil «para lo que en justicia proceda». Los dos jóvenes grafiteros, ambos de veintiún años, eran de izquierda, probablemente miembros de la Juventudes Socialistas, y uno de ellos, el zapatero Pedro Morillo, era hijo del alcalde socialista, José Morillo Campos. Quien los denunciaba no era, contra lo que podría esperarse, lo que en la terminología de la época llamaríamos una persona de orden. Tanto Antonio Perea como los dos vecinos que lo acompañaron cuando se presentó en el cuartel, José Melgar Gómez y José García Muñoz, eran de izquierda. José Melgar, de la misma edad que los denunciados, era ni más ni menos que el presidente de la CNT y es probable que lo que intentaban ventilar de aquella manera no fuese otra cosa que las tensiones y rivalidades existentes entre los jóvenes libertarios y los socialistas.

Pedro Morillo y Antonio Jarén fueron detenidos por la Guardia Civil y acabaron encarcelados en el depósito municipal, ubicado en la misma casa consistorial en la que el padre del primero despachaba los asuntos del gobierno local. El 6 de julio, siguiendo instrucciones del Gobernador Civil, los dos jóvenes, que según el comandante de puesto habían admitido ser los autores de las pintadas, fueron puestos a disposición del Juzgado Municipal y el juez, Nicolás Martel Trujillo, ordenó inmediatamente que fuesen puestos en libertad. Ese podría parecer el final de la refriega, de la jugada sucia de los anarcosindicalistas que hizo que los dos jóvenes socialistas pasasen uno o dos días a la sombra en el calabozo municipal. Quizás creyeron que todo iba a quedar ahí y que no había sido más que una mala pasada, inconscientes de que el engranaje del sistema judicial se había puesto en marcha y seguía rodando, aunque ellos estuviesen en la calle. Siguiendo el procedimiento rutinario, el juez municipal puso los hechos en conocimiento del Juzgado de Instrucción de Arcos de la Frontera y éste, a su vez, los trasladó el 10 de julio a la II División Orgánica, por si eran competencia de la jurisdicción militar, pues la pintada podía constituir un delito de injurias contra la Guardia Civil.

Los hombres y mujeres villamartinenses de distintas ideologías de izquierda debieron de olvidar momentáneamente las diferencias que los separaban cuando el golpe del 18 de julio puso en peligro la democracia republicana. En el pueblo hubo un conato de resistencia y algunos desórdenes, pero los rebeldes se impusieron rápidamente por la fuerza de las armas. El alcalde y los demás miembros de la Comisión Gestora municipal se marcharon del municipio y durante varias semanas consecutivas hubo un continuo goteo de gente que abandonaba el término y se encaminaba hacia los pueblos de la sierra que aún no habían sido ocupados por los sublevados. Eran dirigentes y militantes de organizaciones políticas y sindicales que huían dejando atrás a sus familias, sin imaginar siquiera que sus padres, cónyuges e hijos iban a ser víctimas de la brutal oleada represiva que desataron los rebeldes contra sus adversarios políticos e ideológicos.

Los golpistas no tardaron en comenzar a detener a quienes consideraban sus enemigos. Entre ellos Antonio Jarén, que ingresó preso en el depósito municipal el 1 de agosto. A Pedro Morillo lo detuvieron dos semanas más tarde, pero no por la actuación que pudiera haber tenido durante las jornadas que siguieron al golpe, sino por las pintadas del 4 de julio. Como decíamos antes, la maquinaria judicial continuaba rodando aunque los dos jóvenes hubiesen sido liberados por el juez municipal. El 8 de agosto los Servicios de Justicia del ejército rebelde designaron al capitán de Infantería Ángel González Madejón, juez instructor de causas de la Base Naval de Cádiz, para que instruyese el procedimiento judicial contra ellos por las pintadas contra la Guardia Civil. Creyendo que ambos estaban aún en el depósito municipal, el capitán preguntó al Ayuntamiento la fecha de su ingreso y el 8 de agosto, cuando supo que sólo Antonio estaba detenido, ordenó la busca y captura de Pedro. La Guardia Civil lo detuvo la mañana del 16 y los dos fueron conducidos el 6 de septiembre al Castillo de Santa Catalina de Cádiz.

Fueron llevados a la prisión militar, a disposición del Juzgado de Instrucción y con la perspectiva de ser juzgados en consejo de guerra, pero esa suerte no parecía ser peor que la de quienes se quedaban en el pueblo, donde ya se había desatado la gran ola represiva que se llevaría por delante las vidas de más de un centenar de vecinos. Entre ellos, Cristóbal, un hermano de Pedro que tenía diecisiete años.

Era imposible que la represión y las consecuencias del golpe no interfiriesen de alguna manera en la instrucción de la causa que se seguía contra los dos villamartinenses. Ocurrió por primera vez cuando el Juzgado Municipal recibió el exhorto del militar para tomar declaración al comandante de puesto y a los testigos que éste citase. El juez Martel quiso citar a Antonio Perea Ruiz, pero según sus familiares llevaba un mes huido del pueblo, «ignorándose su paradero ni qué haya sido de él». A los testigos que lo acompañaron cuando declaró en el cuartel el 4 de julio ni siquiera intentó localizarlos, pero tampoco lo habría tenido fácil si hubiese querido hacerlo: sabemos que al menos uno de ellos, José Melgar, también había escapado hacia la zona republicana.

Lo que sí llegó al juez instructor militar fueron los informes que las autoridades locales –Guardia Civil y Ayuntamiento– emitieron sobre los antecedentes de los dos encartados. El comandante de puesto ya los había descrito como «personas de malos antecedentes» que habían militado «en el partido comunista» y a quienes nunca se les había visto «actividad útil a la sociedad ni ocupación que pudiera considerárseles de trabajadores honrados». Y cuando le preguntaron si habían «tomado parte en los sucesos de julio último» respondió basándose en meras suposiciones: nadie los había visto con armas en las manos, pero ambos eran comunistas y por ese motivo «no se hace dudar que los aludidos sujetos actuaran activamente en esta localidad en donde por ellos fueron asaltadas, saqueadas e incendiadas dos casas de personas de derechas a mas de otros estragos realizados por la horda comunista de esta villa». El alcalde Francisco Romero Jiménez-Pajarero dio menos vueltas e informó directamente que eran «personas de mala conducta y tomaron parte activa en el movimiento revolucionario en la recogida de armas a particulares, estando ambos afiliados a la Juventud Socialista».

Los encartados, por su parte, tuvieron la oportunidad de declarar ante el juez instructor militar el 10 de octubre en el Castillo de Santa Catalina. Los dos intentaron escurrir el bulto diciendo que pasaron toda la tarde del 4 de julio bebiendo en las tabernas del pueblo, que se embriagaron y que no recordaban haber hecho las pintadas que se les atribuían. Dos días después el juez instructor redactó el auto que los declaraba procesados y presos por delito de injurias a la Guardia Civil. Los reos comparecieron de nuevo ante el capitán González Madejón el día 13, esta vez en el Penal de El Puerto de Santa María. Les leyó el auto de procesamiento, ellos designaron defensor al capitán de Infantería Ernesto López Salcedo y se les tomó la declaración indagatoria, en la que ambos negaron haber hechos las pintadas.

Al ritmo que se tramitaba la causa, parecía que el juicio iba a ser inminente, porque el capitán López Salcedo aceptó la defensa el 14 de octubre, los reos fueron trasladados el 17 a la Prisión Provincial de Cádiz, que era donde el Consejo de Guerra solía celebrar las vistas, y el juez instructor entregó el expediente el 20 al Gobierno Militar. Sin embargo, no hubo juicio. El expediente estuvo paralizado durante diez meses, hasta que el 27 de agosto de 1937 se designó al comandante de Infantería Nicolás Chacón Manrique de Lara para que continuase su tramitación y acreditase en autos el paradero de los procesados. ¿Qué había sido de ellos? Los habían eliminado. El gobernador civil informó que en el negociado de Orden Público no existían antecedentes de ellos, pero que «según noticias adquiridas en este Centro, les fue aplicado a los mismos el bando de guerra». Como tantos otros civiles gaditanos que fueron detenidos y puestos a disposición de la jurisdicción militar durante los meses de julio y agosto de 1936, Pedro Morillo y Antonio Jarén fueron asesinados antes de que concluyese el procedimiento judicial que se había iniciado contra ellos. Probablemente lo hicieron el 6 de noviembre de 1936, el día que, según la documentación penitenciaria, salieron de la Prisión Provincial de Cádiz para ser conducidos de nuevo al Prisión Central de El Puerto de Santa María.

De los otros protagonistas de esta historia, también fueron represaliados el padre de Pedro, Antonio Perea y José Melgar. El padre, José Morillo Campos, debió de ser uno de los huidos que regresaron tras la conquista de Málaga en 1937 y lo fusilaron en el término de Prado del Rey. La huida que Antonio Perea comenzó en el verano de 1936 concluyó tras la conquista de Málaga en febrero de 1937; los rebeldes lo capturaron y lo fusilaron en Granada. Melgar sobrevivió. Se incorporó al ejército republicano en Málaga y el final de la guerra le sorprendió en Madrid, prestando servicios en un batallón de retaguardia. Cuando regresó a Villamartín fue encarcelado, juzgado en consejo de guerra y condenado a doce años de reclusión por excitación a la rebelión.


Bibliografía y fuentes
  • A. Domínguez Pérez: El verano que trajo un largo invierno. La represión política-social durante el primer franquismo en Cádiz (1936-1945). Cádiz, Quorum, 2004.
  • F. Romero Romero: República, Guerra Civil y represión en Villamartín, 1931-1946. Ayuntamiento de Villamartín, 2008.
  • F. Romero Romero: “Represión y muerte en la provincia de Cádiz. Del olvido a la recuperación de la Memoria Histórica”, en S. Moreno Tello y J. J. Rodríguez Moreno (coords.):Marginados, disidentes y olvidados en la Historia, Universidad de Cádiz, 2009, pp. 285-327.
  • Archivo del Tribunal Militar Territorial nº 2, Sala 1ª 8000, caja 130, documento 4.514.

jueves, 23 de junio de 2011

Una biblioteca con libros de revolucionarios y de herejes

La Sociedad «La Cultura» de Prado del Rey (1917-1936)

«No hay que perder de vista que en Prado del Rey los más son refractarios a toda autoridad, pues en su mayoría son jóvenes, víctimas de perversas doctrinas que tiempo ha se difunden en ese desgraciado pueblo por medio de una Biblioteca pública integrada en gran parte por libros de revolucionarios y de herejes». Así es como el sacerdote Eduardo Espinosa González-Pérez diagnosticó en 1936 las causas del ambiente anticlerical que reinaba en aquel levantisco pueblo de la sierra de Cádiz al que sus habitantes llamaban Prado Libre desde que se proclamó la República.

La historia de esa biblioteca se remontaba a casi dos décadas atrás. En 1917 se constituyó la junta organizadora de la denominada Sociedad «La Cultura» Pro Biblioteca Pública, que adoptó el lema «La instrucción y educación, base de la felicidad humana». El nacimiento de la sociedad y su biblioteca tuvieron dos pilares, uno en Argentina y otro en Prado del Rey. Los emigrantes de Prado del Rey residentes en Buenos Aires, aglutinados en torno a Juan Martín Gutiérrez, deseaban contribuir al progreso cultural y social de su pueblo natal y fueron ellos quienes aportaron los recursos económicos que permitieron el alquiler de un local y la compra de los primeros libros. Y el alma de la organización en el pueblo fue Francisco Gutiérrez Oñate, un carpintero autodidacta, nacido en 1878, a quien todos conocían por el diminutivo Frasquito y que durante las primeras décadas del siglo XX militó primero en organizaciones anarquistas y luego evolucionó hacia el socialismo. Siempre estuvo presente en los órganos directivos de «La Cultura» ocupando diversos cargos, entre otros el de bibliotecario, y durante los últimos trece años fue su presidente. 

La biblioteca abrió sus puertas el 12 de mayo de 1918 y la asociación estaba plenamente consolidada pocos años después. En 1922, cuando el pueblo tenía poco más de 4.000 habitantes, la sociedad contaba con 230 socios y el fondo bibliográfico estaba formado por 1.096 volúmenes: 451 de literatura, 115 de ciencias, 123 de sociología, 95 de teología, 75 de historia y 7 diccionarios con un total de 22 tomos. Además tenía 65 obras teatrales, 47 zarzuelas y operetas y 13 tomos encuadernados de revistas argentinas. 

La asociación incluso se embarcó en la empresa de la compra de un céntrico edifico de dos plantas que fue su última sede. En la baja se estableció la sala de lectura y la alta se utilizó como local recreativo, en el que se celebraron todo tipo de actividades lúdicas y culturales, como conferencias, veladas literarias, representaciones teatrales y bailes. También llegó a publicar un boletín que apareció con periodicidad irregular, que sepamos, entre 1922-1924 y en 1928. Incluso creó una banda de música.

«La Cultura» y la política

La Sociedad «La Cultura» aglutinó en sus orígenes a gente de todas las clases sociales y de diferentes ideologías. Era una institución cultural ajena a la política, pero desde muy pronto tuvo cierta confrontación con el gobierno municipal. El alcalde y cacique del pueblo, José Romero Molero, no vio con buenos ojos su nacimiento y el Ayuntamiento no colaboró absolutamente en nada con ella. Eso provocó las quejas de la comunidad de emigrantes de Prado del Rey en Argentina, que se lamentaba de la apatía del gobierno local mientras ellos, que estaban lejos de su tierra, hacían grandes esfuerzos para reunir los recursos económicos que permitieron poner en marcha el proyecto cultural. La indolencia se transformó en agresividad, desde el punto de vista de los socios, cuando en 1921 el alcalde decidió incautarse del instrumental de la banda de música de la asociación. 

Todo eso hizo que «La Cultura», a través de su «Boletín» recibiese con entusiasmo el golpe militar de Primo de Rivera y el inicio de la dictadura. Para ella, la consecuencia del regeneracionismo conservador del Directorio militar fue, simple y llanamente, quitarse de encima a los políticos y caciques que habían obstaculizado su obra cultural. Más aún: permitió que varios socios entrasen a formar parte de la corporación municipal. El presidente, Frasquito Gutiérrez, fue concejal desde marzo de 1924 y a finales de ese mismo año fue elegido alcalde uno se sus socios protectores, Fernando Reguera Rodríguez.

No obstante ese estrechamiento de lazos con el poder político durante el periodo de la Dictadura, «La Cultura» no era una organización conservadora. Entre sus socios y dirigentes había un buen número de hombres de izquierda que fueron quienes en las elecciones de abril de 1931 integraron la candidatura de la Conjunción Republicano-socialista. El primer alcalde republicano de Prado del Rey, Manuel González de Quevedo y Copete, había sido vicepresidente de la sociedad cultural y también administrador del «Boletín» en su segunda época a finales de los años veinte. 

Y no solo los socios de «La Cultura» formaron parte de la corporación municipal republicana. En 1932 se creó la Casa del Pueblo, una entidad de carácter federativo que aglutinó a la mayor parte de las organizaciones sindicales y políticas de izquierda que había en Prado del Rey. Su presidente fue Frasquito Gutiérrez, que también lo era de «La Cultura» y durante algún tiempo su sede social fue la planta alta del edificio de la asociación. Eso hizo que, visto desde fuera, todo pareciese lo mismo: «La Cultura» y su biblioteca, la Casa del Pueblo, la UGT, el sindicato de pequeños agricultores y arrendatarios, el Partido Comunista y la sociedad femenina Mariana Pineda. La gente de derecha aseguraba que era Frasquito quien lo controlaba todo.

¿Qué fue de aquel pluralismo ideológico que tuvo «La Cultura» en sus primeros tiempos? José Mena Chacón, un antiguo alcalde monárquico que tras la proclamación de la República se reconvirtió rápidamente al republicanismo lerrouxista, decía que los exaltados de izquierda se habían ido apoderando paulatinamente de los cargos de la junta directiva hasta que finalmente la gente «de orden» optó por marcharse y solo quedaron ellos. 

La revolución de octubre

Este José Mena era quien, gracias a un controvertido proceso de destituciones y nombramientos gubernativos de nuevos concejales, presidía el Ayuntamiento cuando se produjo la revolución de Octubre de 1934. Tuvo sus principales focos en Asturias y Cataluña, pero también se registraron conatos insurreccionales de menor envergadura en el resto del territorio estatal, incluida Andalucía. Los hubo, entre otros, en Teba (Málaga), Paterna del Campo (Huelva) y en Villaviciosa de Córdoba. Y en Prado del Rey. 

Unos cuarenta hombres mal armados se echaron a la calle la noche del 7 al 8 de octubre al grito de la «Viva la revolución social». Desarmaron a los guardias municipales, se adueñaron de pueblo rápidamente y quemaron los archivos del ayuntamiento, del juzgado y de la parroquia. En la iglesia, además de los papeles, también incendiaron el mobiliario, las imágenes de santos y prácticamente todos los enseres del culto. La revolución no duró ni diez horas. A las once de la mañana había sido sofocada por la Guardia Civil. Hubo cerca de cien detenidos y cuarenta y tres de ellos fueron procesados por la justicia militar. Los partidos políticos y sindicatos a los que se suponía implicados en la revuelta fueron clausurados y, con ellos, también la biblioteca. El acta de clausura, firmada por un teniente de la Guardia Civil, justificaba el cierre diciendo que pertenecía «a los elementos avanzados y que más se han significado en los incendios y en la agresión a la fuerza pública».

Como integrantes del comité revolucionario que dirigió la revuelta señalaron a Frasquito, al concejal socialista José Fabero Fernández, que fue uno de los miembros de la junta organizadora de «La Cultura» en 1917, y a Andrés Pichaco Blanco. Todos ellos estaban entre los vecinos que fueron procesados por la revuelta y que estuvieron detenidos en la Prisión Provincial de Cádiz hasta que los presos políticos fueron amnistiados en febrero de 1936. Mientras tanto, la biblioteca permaneció cerrada y el alcalde José Mena rompió los lazos de colaboración que se habían establecido entre «La Cultura» y el ayuntamiento republicano-socialista de 1931.

Los libros en la hoguera

La biblioteca volvió a abrir sus puertas tras el triunfo del Frente Popular, pero tanto la institución, como los hombres que la sostenían fueron víctimas de la represión fascista del verano de 1936. Entre las más de ochenta víctimas mortales que causó en Prado del Rey se encuentran varios de aquellos hombres que desde 1917 formaron parte de los cuadros directivos de la asociación. Como Hilario Gutiérrez García, el último alcalde republicano, que casi dos décadas antes había sido otro de los miembros de la junta organizadora y también fue el director de su banda de música de la asociación. ¿Cuál fue el fin de la biblioteca? La asociación fue clausurada, el edificio incautado y la tercera parte del fondo bibliográfico fue destruido o expoliado. Según José Mena, sacaron dos carretadas de libros, revistas y folletos y los quemaron en las afueras del pueblo. En el nuevo inventario que se hizo en 1940, cuando se entregó a Falange lo que sobrevivió a la hoguera y a la rapiña, faltan 658 libros de los 1.829 que estaban catalogados en julio de 1936: la tercera parte. Habían «desaparecido» las obras de autores como Marx, Lenin, Trotsky, Bakunin, Faure, Kropotkin, Proudhon, Nakens, Ferrer Guardia, Federico Urales o Sánchez Rosa; pero también las de otros poco recomendables o heterodoxos como Unamuno, Vargas Vila y Zola, entre todo tipo de obras literarias, de humanidades y científicas.

¿Qué fue del anciano Frasquito Gutiérrez? No fue una de las víctimas mortales de la represión del 36. Sus enemigos no habrían dudado asesinarlo si se hubiese quedado en Prado del Rey. Mataron a uno de sus hijos y a varios familiares políticos, pero él escapó a tiempo. Estuvo refugiado en Guadix, con otros huidos del pueblo, hasta que terminó la guerra. Cuando regresó en 1939 un tribunal militar lo condenó a doce años y un día de cárcel por sus actividades sociales y políticas anteriores al 18 de julio. Dice mucho de su talante que en 1947, pocos días después de notificársele la concesión del indulto, tuvo el valor de reclamar al capitán general de Andalucía la devolución todos los bienes que tenía cuando salió en 1936 y que le habían expoliado. Consiguió recuperar algunos muebles y herramientas de su oficio, pero no los libros de su biblioteca particular, unos cien volúmenes. Según un informe de la Guardia Civil, habían sido «destruidos al principio del Glorioso Movimiento Nacional por acuerdo de las autoridades locales».


Fernando Romero Romero: «Una biblioteca con libros de revolucionarios y de herejes.
La Sociedad La Cultura de Prado del Rey», en  Cuadernos para El Diálogo
 nº 56,  mayo-junio de 2011, pp. 24-30.




Libros bajo las llamas en Cádiz

La última investigación de Fernando Romero refleja la saña fascista contra la biblioteca de Prado del Rey

Público | OLIVIA CARBALLAR | Sevilla 15/06/2011

En julio de 1936, el cura de Villamartín (Cádiz) envió un informe al arzobispo de Sevilla sobre la conveniencia de enviar o no un párroco al pueblo vecino, Prado del Rey: “[Los jóvenes] son víctimas de perversas doctrinas que tiempo ha se difunden en ese desgraciado pueblo por medio de una biblioteca pública integrada en gran parte por libros de revolucionarios y de herejes”. La biblioteca, creada en 1918 por La Cultura, una asociación que abogaba por una sociedad laica, reunía volúmenes de Marx, Lenin, Trotsky, Bakunin, Ferrer Guardia, Federico Urales o Sánchez Rosa.
La tercera parte de los libros fueron destruidos o expoliados, según recoge Fernando Romero en su última investigación: La Cultura y la Revolución. República y Guerra Civil en Prado del Rey (Aconcagua). “Pero lo irreparable no fue la pérdida de los libros, sino de las personas. La gente de La Cultura fue represaliada: unos fueron asesinados y otros tuvieron que huir para salvar sus vidas”, explica Romero. Como Francisco Gutiérrez, Frasquito, el carpintero que fabricó las primeras estanterías, un hombre “con ideas” y alma del proyecto.
Frasquito sobrevivió porque huyó, pero no se libró de la represión: perdió a un hijo y a varios familiares y, cuando regresó, fue condenado a 12 años y un día de cárcel. “Sus nietos dicen que prefería pasar hambre y gastar lo poco que tenía en libros. Fue un referente para la izquierda de Prado del Rey –Prado Libre, como entonces lo llamaban sus habitantes– durante las primeras décadas del siglo. Un santo laico para la izquierda y bestia negra para la derecha”, sostiene Romero, que destaca, no obstante, que ha sido un personaje mal conocido y poco valorado.
 “Cuando obtuvo la libertad condicional se asentó en Dos Hermanas (Sevilla) y esa ruptura del nexo con Prado del Rey contribuyó aún más a su marginación”, concluye el historiador. Sin generalizar, Romero realiza un paralelismo entre lo que suponían las bibliotecas para la derecha y las iglesias para la izquierda. “En el caso de Prado del Rey es indudable. Sacaron dos carretadas de libros, revistas y folletos y los quemaron a las afueras del pueblo”, añade. La biblioteca, cuyo lema era “La instrucción y la educación, base de la felicidad humana”, fue clausurada y, hasta febrero de 1937, los golpistas mataron al menos a 86 personas.
Represión en Cádiz
Fernando Romero, autor de numerosas investigaciones sobre la represión fascista en la provincia de Cádiz, decidió esta vez sumergirse en la historia de Prado del Rey, entre otras cuestiones, por ser el único municipio gaditano donde prendió la llama de la revolución de octubre del 34, aunque apenas durara unas horas. El historiador insiste en que la represión en Cádiz fue brutal. “El control de la provincia era clave para los golpistas porque iba a ser la cabeza de puente para el traslado del ejército de África a la península. La mitad de los municipios estaban ocupados a las 48 horas del golpe y los últimos enclaves republicanos cayeron a principios de octubre”, explica.
Romero pone como ejemplo Prado del Rey para conocer lo que ocurrió en la mayoría de los pueblos gaditanos.  “La gente de izquierda se refugió en el campo, pero a principios de agosto los guardias y falangistas empezaron a batir el término y a detener a los huidos”, afirma. Sólo en esta provincia, según las investigaciones realizadas hasta el momento, fueron asesinadas más de 3.000 personas, “tantas como en el Chile de Pinochet”.

jueves, 21 de abril de 2011

Falangistas, héroes y matones

Fernando Zamacola y los Leones de Rota

«Como Fernando Zamacola, hemos de ser en todo, los camaradas de la Falange. Ni vacilación, ni desesperanza. Acción, Acción, Acción. Nada de pausas ni de rodeos con esa santa intransigencia de la verdad; adelante y arriba; elevación y progreso, no el progreso demócrata a que apestaban las promesas políticas, no el progreso material y grosero, solamente, sino el avance en espiritualidad, en poesía, en inmaterialidad; cualidades que tienen los gestos de los hombres de la Falange».

Fernando Zamacola
Con esta retórica característica del falangismo exaltaba Ramón Grosso a Fernando Zamacola Abrisqueta en el número extraordinario de 19 de julio de 1937 del diario gaditano Águilas. Era la edición conmemorativa del primer aniversario del Glorioso Movimiento Nacional y en la provincia sureña era casi obligado que en esa efeméride estuviese presente la figura del falangista del Puerto de Santa María, que ya había obtenido la Medalla Militar individual y estaba propuesto para la Cruz Laureada de San Fernando, una de las más altas distinciones militares del Ejército español.

En el curso del Primer Año Triunfal se había elevado de la condición de cantero bronquista a la de héroe, caudillo guerrero y paradigma de nueva nobleza. Porque este gallego natural de Cariño y afincado en El Puerto de Santa María arrastraba un pasado turbio. La policía lo tenía fichado como atracador, con antecedentes de robo a mano armada, y en El Puerto había estado arrestado por borrachera, escándalo público y estafa. Tampoco era un derechista de toda la vida: en 1932 se afilió a la CNT, pero él decía que abandonó la organización al ver los abusos a que su padre –contratista y propietario de una pequeña flota de camiones que transportaban material de cantería para la compañía Obrascon– era sometido por los obreros.

19 de julio en El Puerto

El Puerto de Santa María fue uno de esos pueblos en los no hubo Guerra Civil. Los sublevados se hicieron con el control de la población a las veinticuatro horas del golpe. Desde Cádiz, transportados en un remolcador, desembarcó una sección de Regulares de Ceuta que se dirigieron al Ayuntamiento, detuvieron a la corporación municipal, requisaron las armas que encontraron y luego se encaminaron a la Prisión Central para liberar a los presos de derechas que había en ella.

En la cárcel estaban detenidos Fernando Zamacola, su hermano Domingo que era jefe local de Falange, Luis Benvenuty y los pocos afiliados que entonces tenía la organización. Con ellos fue liberado, entre otros, el cartero Manuel Almendro López, un individuo de reputación dudosa que había pertenecido a Renovación Española, que había estado expedientado por malversación de fondos, hasta se había quedado con dinero de la asociación benéfica Conferencias de San Vicente de Paúl, y ahora recuperaba la libertad como jefe de la primera escuadra de falangistas portuenses armados.

Los golpistas también se impusieron rápidamente en la cercana y conservadora villa de Rota. El Ayuntamiento del Frente Popular y las organizaciones de izquierdas dispusieron servicios de vigilancia, desarmaron y detuvieron a varios vecinos de derechas y algunos comenzaron a abrir una zanja en la entrada del pueblo para evitar que llegasen fuerzas sublevadas desde El Puerto de Santa María. De nada sirvió, porque el día 19 el teniente de la Guardia Civil Alfredo Fernández salió a la calle con las fuerzas del puesto y las de Carabineros, declaró el estado de guerra y se adueñó del pueblo. Al día siguiente llegó Fernando Zamacola con los falangistas del Puerto, que terminaron de consolidar control de los sublevados sobre la población.

De la retaguardia al frente de batalla

En todas partes los sublevados comenzaron a detener a los alcaldes y concejales del Frente Popular, a los dirigentes de partidos políticos y sindicatos y a los militantes que más se señalaron en los conflictos políticos y sindicales durante la República. Un centenar de roteños fueron detenidos y conducidos al Penal del Puerto de Santa María. Los de otros pueblos del entorno, como Chipiona, fueron encerrados en los depósitos municipales o en edificios habilitados como cárceles. Y a mediados de agosto comenzó la gran represión. Más de veinte asesinatos en Chipiona, cuarenta en Rota, ochenta y tantos en Sanlúcar de Barrameda, casi un centenar en Trebujena, más de trescientos en la cercana ciudad de Jerez de la Frontera y aún no se sabe cuántos en El Puerto.

La Falange tuvo un papel muy activo en esa represión de retaguardia. Y mientras asesinaba impunemente al amparo del bando de guerra, con el visto bueno de los mandos militares y de los comandantes de puesto de la Guardia Civil, también organizó, desde los primeros días de la sublevación, su milicia. Mientras Manuel Mora-Figueroa organizaba la de Jerez de la Frontera, Fernando Zamacola hacía lo propio en El Puerto de Santa María y Rota, cuyos falangistas integraron la centuria denominada Leones de Rota.

La centuria de Zamacola fue una mezcolanza de falangistas camisas viejas, gentes sin filiación política o procedentes de los partidos «de orden» que afluyeron al partido fascista cuando a partir del 18 de julio empezó a expandirse como una mancha de aceite, y también militantes y dirigentes de organizaciones de izquierda que vistieron voluntariamente la camisa azul, como quien se pone un «salvavidas», para escapar de la gran represión del verano del 36 o simplemente fueron obligados a alistarse. Entre los muchos casos que conocemos en Rota está el de Emilio Caballero, concejal y directivo de Unión Republicana, que tras cuatro meses preso en el Penal del Puerto se alistó a los Leones. En el Puerto de Santa María, tras la matanza inicial, la comandancia militar empezó a hacer fichas con los antecedentes de los que no habían sido sancionados, pero ocurrió que a los tres o cuatro días tuvieron que interrumpir las informaciones porque la Falange, que tenía las listas de afiliados del Partido Comunista y de las Juventudes Socialistas, los fue citando a todos en el cuartel, los reclutó y los mandó al frente.

El héroe de Grazalema y Estepona

El primer destacamento de los Leones de Rota partió para el frente el 13 de agosto de 1936. Inicialmente estuvieron integrados en la columna Mora-Figueroa, pero después de la toma de Casares en octubre fueron separados de ella a petición del jefe de la misma. Aún los recuerdan en los pueblos donde estuvieron. Combatieron, saquearon y también participaron activamente en la represión, dejando un reguero de sangre y muerte, como en Benamahoma, una pequeña aldea a mitad de camino entre El Bosque y Grazalema (Cádiz) en la estuvieron destacados durante los meses de agosto y septiembre del Primer Año Triunfal y donde fusilaron a más de medio centenar de personas. Uno de esos fusilados fue José Domínguez Caro y su hermano Antonio, que entonces tenía 13 años, todavía recuerda cómo Fernando Zamacola amenazó con fusilarlo a él también porque se arrancó el brazalete de Falange al enterarse del asesinato de José. En alguno de los pueblos que liberaron de la dominación marxista se llegó a decir que si eso era la falange, preferían que volviesen los rojos. Mientras, Zamacola acrecentaba su fama de caudillo guerrero. Obtuvo la Medalla Militar por su actuación en septiembre de 1936 en la conquista de Grazalema, donde la columna del comandante Salvador Arizón había quedado sitiada por los republicanos y él logró romper el cerco e introducir un convoy de municiones.

En enero de 1937 tuvieron una destacada actuación en la ocupación de Estepona (Málaga), donce Zamacola, al frente de unos ciento cuarenta hombres que formaban la centuria de los Leones, se lanzó sobre las trincheras republicanas de la loma Saladavieja y forzó al enemigo a retirarse. Recibió tres heridas de bala, pero se negó a ser evacuado hasta que Estepona fue ocupada, y antes de recibir asistencia médica todavía tuvo tiempo de fusilar prisioneros de guerra cumpliendo órdenes directas del general Queipo de Llano. Franco lo ascendió a alférez honorario del arma de Infantería por su brillante comportamiento en las acciones de guerra en las que había tomado parte y el teniente coronel Manuel Coco lo propuso para la Cruz Laureada de San Fernando por su intervención en la conquista de Estepona.

En la información para la concesión de la Laureada testificaron favorablemente oficiales y tropa del Regimiento de Infantería Pavía nº 7, subrayando lo decisiva que fue su acción para el curso de la operación militar. El teniente coronel Coco subrayó que «el hecho fue colectivo, pero se pudo hacer gracias al espíritu, valor y arrojo de dicho jefe». Contó incluso con el apoyo entusiasta del coronel Borbón –gobernador militar de Campo de Gibraltar– que no fue testigo presencial pero declaró y repitió que su acción fue «brillantísima». No obstante los abundantes testimonios favorables, el expediente informativo se cerró con un dictamen desfavorable, sin que consten las razones por las que el instructor no consideró procedente concederle la Laureada.

Falangistas investigados

En ello pudo influir que el nombre de Zamacola salía mal parado en una denuncia anónima que llegó directamente al cuartel del Generalísimo en Burgos sobre la anómala situación que se había creado en El Puerto de Santa María. Según un informe más detallado que recibió la Auditoría de Guerra de la 2ª División, los hermanos Zamacola se habían adueñado de la ciudad, rodeándose de una camarilla que de falangistas que campeaban con actitudes propias de una banda de pistoleros.

El informe enumeraba, entre otras irregularidades, sospechas y rumores más o menos fundados, el enriquecimiento de los Zamacola, la llegada al Puerto de camiones cargados con botín de guerra producto del saqueo y pillaje en los frentes donde actuaba la centuria, la admisión en Falange de antiguos marxistas y delincuentes que copaban los puestos de mando, las coacciones de Domingo Zamacola y sus secuaces a industriales de la ciudad para obligarlos a desembolsar importantes sumas de dinero, incluso con amenazas de fusilamiento, y conductas inmorales de los jerarcas de Falange. 

La Auditoría de Guerra designó en julio de 1937 un juez instructor militar de la base naval de Cádiz para que instruyese unas diligencias informativas sobre las acusaciones que pendían sobre los hermanos Zamacola, el jefe de falange del Puerto Luis Benvenuty, varios mandos de los Leones y el que fue comandante militar de la plaza en 1936. Pero el juez instructor no quiso –o no lo dejaron– investigar a fondo y además ocurrió que, una vez concluida la información, el expediente se mantuvo paralizado durante tres años, hasta que en noviembre de 1940 el auditor decidió archivarlo. Se había decidido no airear los trapos sucios.

Pero el nombre de Zamacola aún saldría a relucir en otra investigación. En 1939 se abrió un procedimiento contra Juan Vadillo Cano, que había sido comandante del puesto de la Guardia Civil de Benamahoma en 1936. Al investigar al cabo Vadillo salieron a flote los episodios más escabrosos de la represión. Entre los asesinados por orden del cabo había un niño y también la mujer de un izquierdista huido que no decía –porque no quería o no sabía– dónde estaba su marido. Se rumoreaba que el cabo había abusado de varias mujeres del pueblo, pero cuando el juez instructor las interrogó una de ellas respondió que quien la violó no fue Vadillo, sino el falangista Fernando Zamacola.

Naturalmente las declaraciones de aquella aldeana no iban a empañar el prestigio del ya fallecido falangista portuense, que había caído en Los Blázquez, en el frente de Córdoba, el 14 de junio de 1938. En el homenaje póstumo que le tributó la Delegación de Propaganda y Prensa de la Falange sevillana una semana después de su fallecimiento fue de nuevo exaltado como héroe guerrero y paradigma de nacional-sindicalista:

Fernando Zamacola, encarnación auténtica del Nacional-sindicalista: fiel expresión del concepto de un hombre de la Falange como deseó siempre nuestro José Antonio; caballero de esta santa Cruzada que cabalgaste sin descanso, y en jornadas agotadoras, sobre la ilusión ardiente de tu noble corazón. […]

Fernando Zamacola, leal entre los leales diste toda tu sangre para engrosar el río de sangre generosa que hará fecundo el gran Imperio español, obra del Nacionalsindicalismo y ansia suprema de nuestro Ausente.

CAMARADA FERNANDO ZAMACOLA, ¡PRESENTE!

Los que no llevaron hasta el final de sus días ese halo de heroicidad fueron aquellos desgraciados, procedentes de organizaciones sindicales y partidos de izquierdas a quienes Zamacola y los suyos obligaron a alistarse en la centuria y a combatir con camisa azul. Los que fallecieron en acción de guerra sí recibieron la consideración de caídos por Dios y por Patria, pero otros que sobrevivieron fueron investigados, juzgados y condenados después de haber combatido y ser heridos en el frente. Es lo que le ocurrió a roteños como José Serrano Reyes, Emilio Caballero González y Rafael de los Santos Rodríguez. Este último era uno de los leones heridos en la acción de Estepona, pero cuando en 1939 se desempolvaron su anterior militancia anarcosindicalista y su participación en el conato de resistencia a los sublevados que hubo en Rota el 18 de julio de 1936, fue juzgado y condenado a 14 años, 8 meses y un día de cárcel por Rebelión Militar.


BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

ARCHIVO DEL TRIBUNAL MILITAR TERRITORIAL Nº 2, Diligencias Informativas, leg. 2, doc. 49; Sumarios, leg. 683, doc. 21.136; leg. 1.272, doc. 31.815; leg. 1.307, doc. 32.299; y leg. 1.365, doc. 33.422.
ARCHIVO INTERMEDIO MILITAR SUR, 2ª División Orgánica, 3ª E.M., Expediente Información para Cruz Laureada de San Fernando, caja 5.374. (Debo el documento a José María García Márquez.)
J. Bernal, D. Romero, J. Estefanía y F. Bruner Prieto: Fernando Zamacola ¡Presente!. Ediciones de la Jefatura Provincial de Propaganda de FET-JONS de Sevilla, 1938. (Debo el documento a Mercedes Rodríguez Izquierdo.)
E. del Campo: «Su memoria abre las tumbas», en El Mundo, Crónica, 18-1-2004, pp. 6-7.
F. Espinosa Maestre: La justicia de Queipo. Barcelona, Crítica, 2006.
S. Guzmán Martín: «Represión militar y violencia fascista en Chipiona», en Almajar, III, 2006, pp. 171-181.
J. Mora-Figueroa: Datos para la historia de la Falange gaditana 1934-1937. Autor-editor, Jerez de la Frontera, 1974.
R. Quirós Rodríguez: Vida e historia de un pueblo andaluz (IIIª parte). La IIª República y «La Productora». Rota 1931-1940. Ateneo Levante y Sociedad Libertaria, 1997.
F. Romero Romero: «Víctimas de la represión en la Sierra de Cádiz durante la Guerra Civil» en Almajar, II, 2005, pp. 209-240.
F. Romero Romero: «La represión en la provincia de Cádiz: bibliografía y cifras», en Ubi Sunt?, nº 17, 2005, pp. 27-30.
F. Romero Romero: «Represión por la Justicia Militar: Rota, 1937-1942», en M. Rodríguez Izquierdo y P.P. Santamaría Curtido (coords.): Memoria Rota. Ayuntamiento de Rota, 2008.


Fernando Romero Romero: «Falangistas, héroes y matones: 
Fernando Zamacola y los Leones de Rota», en  Cuadernos para El Diálogo
nº 33,  septiembre 2008, pp. 32-39.

martes, 12 de abril de 2011

La Cultura y la Revolución. República y Guerra Civil en Prado del Rey

Fernando Romero Romero:
La Cultura y la Revolución. República y Guerra Civil en Prado del Rey
Ayuntamiento de Prado del Rey, 2011
ISBN: 978-84-96178-44-1
Produción editorial: Editorial Aconcagua



I. La Cultura
1. El Noticiero y los pobladores de La Argentina
2. Un carpintero con ideas
3. La instrucción y la educación, base de la felicidad humana
4. Una casa para la biblioteca
5. Los alcaldes, la política... y la banda de música
                      
II. República y revolución
1. Los hombres de La Cultura y las elecciones de 1931
2. Seiscientos jornaleros hambrientos y sin trabajo
3. Suspensiones, detenciones, procesamientos... y tiros en la azotea
4. Los concejales interinos son monárquicos
5. El secretario de El Bosque
6. Este año es mucho mayor la crisis
7. ¡Que Dios Nuestro Señor derrame abundantes bendiciones sobre este pueblo!
8. Prado Libre
9. Piedras para José Antonio y votos para los comunistas
10. El desmoche
11. Octubre
12. Un gobierno de derechas sin oposición
13. Solo dos cálices y cuatro libros han quedado
14. El consejo de guerra
15. Las elecciones de 1936
16. La gestión municipal del Frente Popular
17. Con el traje talar no estaría a cubierto de insultos
18. Camisas viejas
                      
III. Golpe y represión
1. El golpe
2. Prado del Rey «nacional»
3. Por «rojos» los mataron
4. La matanza
5. Desaparecidos
6. Huida y retorno de Málaga
7. La justicia al revés
8. Indigno de hombres de la nueva España
9. ¿Quiénes fueron sus encubridores?
10. Cautivos, desarmados... y apaleados
11. Justicia militar de posguerra
12. Cárceles y batallones de trabajadores
13. El exilio
14. Los libros en la hoguera


José Orta Rebollo, el "topo" de Puerto Serrano

El término “topo” se ha utilizado para designar a quienes se ocultaron durante la Guerra Civil y la Dictadura del general Franco por miedo a represalias por su conducta política anterior. Hubo “topos” por toda la geografía española. Unos estuvieron ocultos durante unas pocas semanas o meses, otros hasta el final de la guerra, pero también hubo quienes continuaron recluidos en sus “toperas” hasta varios años después. José Orta Rebollo, el “topo” de Puerto Serrano (Cádiz), estuvo oculto hasta 1943.

José Orta Rebollo fue nombrado alcalde de Puerto Serrano en abril de 1931, recién proclamada la República, y ocupó el cargo hasta la celebración de elecciones municipales en mayo; después continuó como concejal hasta 1932. En 1936 pertenecía al partido Unión Republicana y desplegó una intensa actividad política, formando parte de la comisión gestora de izquierdas que gobernó el Ayuntamiento desde de febrero y siendo nombrado también presidente del centro obrero en el que estaban unidos los sindicatos UGT y CNT.

José Orta Rebollo
Escapó de Puerto Serrano durante los primeros días de la Guerra Civil, dejando atrás a su esposa Antonia Lobato Contreras y a siete hijos: Francisca, Pasión, Antonia, Joaquín, Maria Josefa, Carmen y María Magdalena. Más de veinte vecinos de Puerto Serrano fueron fusilados a partir del mes de agosto de 1936 y él, atemorizado, no quiso regresar. Durante algún tiempo deambuló por los campos, alimentándose con lo que le proporcionaban en algunos cortijos, hasta que en septiembre u octubre llegó al Rancho Las Ratas (término de Montellano), donde Diego Díaz Padilla le permitió ocultarse en un chozo de conejos que había junto a la casa. En mayo de 1937, mientras él permanecía en el Rancho Las Ratas, su esposa dio a luz una niña a la que llamaron Bella. El contacto con la familia no se interrumpió: José recibió frecuentes visitas de su cuñada Isabel Lobato, que le llevaba algunos alimentos, y de Antonia, que fue con una de las niñas. Diego Díaz le dijo que se marchase del rancho cuando terminó la guerra en 1939. Lo hizo el 19 de abril, pero aún temía venganzas de sus adversarios políticos y decidió continuar oculto, de modo que se amparó en la noche para llegar a su casa de Puerto Serrano, en la calle Ronda. La nueva “topera” fue un habitáculo del “soberao” (sobrado) cuya puerta estaba oculta por una cómoda. Desde aquel refugio escribió un diario en el que anotó todo cuanto veía desde las ventanas, una de las cuales daba al patio del cuartel de la Guardia Civil. La Guardia Civil practicó varios registros domiciliarios en la casa de la calle Ronda, pero la “topera” nunca fue descubierta.

¿Quiénes sabían que José Orta estaba oculto en el sobrado? Inicialmente ni siquiera los hijos menores, pero luego lo fueron sabiendo algunas otras personas. Cuando Joaquín, el único hijo varón, tuvo que abandonar la escuela fue su padre quien, de noche, le enseñó a leer y escribir. Y cuando llegó la hora de casarse Francisca, la mayor, decidieron revelar el secreto familiar al novio, Isidro Rodríguez Hidalgo, y lo subieron al sobrado pocos días antes de la boda. En otra ocasión fue la niña Barbarita Rodríguez, amiga de las chiquillas de la casa, quien vio a José en las escaleras del desván. Varias personas sabían dónde estaba, pero nadie lo delató y el encierro voluntario se prolongó hasta el 9 de abril de 1943. Antonia estaba embarazada de cinco meses y él decidió salir de la “topera” para acabar con las habladurías que comenzaban a circular por el pueblo: todos debían saber que la hija que esperaba era suya.

Del cuartel de la Guardia Civil a la Prisión Provincial

La noticia de que se había presentado a la Guardia Civil se corrió como la pólvora y todo el pueblo se agolpó en la puerta del cuartel, en la calle de Enmedio. A las 20’00 horas el cabo comandante del Puesto, Ricardo Salazar, auxiliado por el guardia Antonio Álvarez Sánchez, comenzó a instruir un expediente sobre la conducta de Orta durante la República y la Guerra Civil. Comenzó con la declaración del propio detenido y luego fueron llamados los vecinos a quienes él citó para que declarasen a su favor: el electricista Manuel Moreno Medina, Antonio Aguilar Hidalgo y Manuel Barrera González. El día 10 se tomó declaración a Diego Díaz Padilla y se unieron al expediente los informes remitidos por el alcalde, juez municipal, jefe de Falange y párroco, más el informe de la propia Guardia Civil. Concluidas las diligencias, el expediente se envió por correo al gobernador civil de la provincia y Orta quedó detenido en la cárcel municipal.

El Gobierno Civil remitió a su vez los documentos a los servicios de Justicia de la Segunda Región Militar y la instrucción de diligencias previas para averiguar la conducta de Orta Rebollo en relación con el “Glorioso Alzamiento Nacional” y sus posibles responsabilidades se encomendó primero al capitán de Artillería Godofredo de la Cruz Moreno y posteriormente al capitán de Infantería Gabriel García Trujillo. Con el caso ya en manos de los militares, José Orta Rebollo fue trasladado a Cádiz y el 28 de abril ingresó en la Prisión Provincial.

Un “rojo” de intachable conducta moral

Los informes y declaraciones obrantes en el expediente instruido por el cabo de la Guardia Civil de Puerto Serrano eran contradictorios, de modo que el capitán Godofredo de la Cruz se encontró con un puzzle cuyas piezas no encajaban. Nadie, ni siquiera el propio Orta Rebollo, negaba que había desempeñado cargos políticos durante la República, pero las valoraciones de su actuación pública y los juicios sobre su conducta moral no coincidían. Manuel Moreno decía que “en cuanto a su vida pública y privada cuenta con gran solvencia moral”. “Observó siempre una intachable conducta”, dijo Antonio Aguilar después de declarar sobre su actividad política. La declaración de Manuel González decía que “siempre contó con gran solvencia moral, reconocido como buen trabajador y amante de su casa”. “Aparte de sus ideas políticas no era mala persona”, decía la declaración de Diego Díaz. Todos ellos decían que Orta desapareció al comenzar la guerra y que no tenían noticia de hechos delictivos que pudieran imputársele.

Los informes oficiales del Juzgado municipal, Ayuntamiento y Falange eran negativos de principio a fin, excepto en lo referente la vida privada del detenido. El alcalde Francisco Román y el jefe de Falange, Jerónimo Troya Uclés, coincidían básicamente en sus informes: José Orta era de izquierdas, al comenzar la sublevación del 18 de julio dio mítines induciendo a cometer atropellos contra la Guardia Civil, capitaneó una partida de izquierdistas que recorrió varias casas del pueblo y cortijos recogiendo armas –se citaba a José Ramírez Mariscal como uno de los desarmados– y en torno al día 22 de julio huyeron todos primero a Montellano y luego al frente de Ronda. El informe del párroco Manuel Ruiz Páez daba una imagen completamente distinta de su conducta y antecedentes. Literalmente decía así:

“Que con anterioridad al Glorioso Movimiento Nacional, este hombre fue siempre un modesto comerciante que con su constante e incansable trabajo, ha procurado sostener su casa con la decencia que con un negocio como el suyo se puede hacer, manifestándose siempre como hombre tranquilo en todas sus cosas. Ya en tiempo de la República, fue de ideas izquierdistas y por su inteligencia un poco más despejada y facilidad en la expresión, entre sus iguales, sin estudios de ninguna clase, ocupó algún cargo, notándose en él, energía en sus palabras, pero buen corazón y por tanto escasa acción, defendiendo al obrero en sus derechos y socorriéndole en alguna ocasión, no sé si con fondos propios o del Ayuntamiento. En los primeros días del Glorioso Alzamiento Nacional, desapareció sin que se haya sabido nada de su paradero hasta que hace unos días se presentó a V.”

A todo ello añadió el cura que los miembros de su familia frecuentaban la iglesia y tenían “buena formación y sentimiento religioso, cumpliendo como buenos cristianos”. Incluso habían bautizado a una hija en tiempos de la República, “cosa no muy corriente en aquella época”, y eso le permitía afirmar que “tanto él como su familia han gozado de buena moralidad y costumbres cristianas”. Lo que no sabía el capitán De la Cruz es que Manuel Ruiz no conocía personalmente a Orta, pues todavía no se había cumplido un año desde que el cardenal lo nombró párroco de Puerto Serrano; su información no era de primera mano y probablemente estaba influida por la propia familia del encartado.

El homicidio de Juan “El Rey”

Aquellos informes dejaban muchos cabos sueltos y abrían preguntas para las que el capitán De la Cruz no tenía una respuesta definitiva. Una de las cuestiones más oscuras era la sugerencia, vertida en los informes del Ayuntamiento y Falange, de que José Orta pudo tener alguna relación con el homicidio de Juan Campanario Vázquez (a) “El Rey” en marzo de 1936; Juan “El Rey” murió a manos de un demente que dejó sobre el cadáver un documento que al parecer había sido escrito por Orta y que, según el alcalde, “serviría para enervar al criminal”. ¿Qué decía el encartado sobre esta cuestión? Su declaración fue sencilla: él redactó denuncias que muchos obreros analfabetos presentaron en 1936 contra patronos que les habían pagado salarios inferiores a los estipulados en el convenio colectivo, por eso era posible que el asesino tuviese en su poder un escrito redactado por él, pero no firmado. Lo que escribió Orta fue una demanda por incumplimiento de las bases de trabajo y no se le podía atribuir ningún tipo de responsabilidad porque el homicida –del que hasta la Falange reconocía que era un demente– la hubiese dejado luego sobre la víctima. El juez instructor pidió el documento que apareció sobre el cadáver al jefe de Falange y éste respondió que fue intervenido por el Juzgado de Instrucción de Olvera y debía hallarse unido al expediente instruido en 1936 sobre el asesinato de Juan Campanario y que debía encontrarse en la Audiencia de Cádiz.

¿Declaraciones interesadas?

El juez instructor militar no se trasladó a Puerto Serrano, pero desde Cádiz exhortó al juez de instrucción de Olvera y a los municipales de Montellano, Coripe y Puerto Serrano para tomasen declaración a numerosos vecinos de los tres últimos municipios. Desde los distintos pueblos le fueron remitidas, entre otras, las declaraciones en las que Diego Pineda Vázquez y Francisco Rodríguez Morillo explicaban por qué no dieron parte del paradero de Orta cuando supieron que estaba oculto en la casa. También llegaron las declaraciones de José Ramírez Mariscal y del ex alcalde Francisco Pavón Gómez, los cuales aseguraron que estuvo recogiendo armas durante los primeros días del “Movimiento”. Ramírez lo describió además como “una persona mala y peligrosísima para la sociedad de personas de orden y su conducta moral pública y privada es pésima” y citó al secretario del Ayuntamiento y al farmacéutico Francisco Troya Uclés como personas que podían declarar sobre la recogida de armas. Francisco Troya dijo haberlo visto capitaneando un grupo armado mientras decía: “¡Vamos con los civiles! ¡Hay que prepararse con las armas!”, pero el secretario del Ayuntamiento, Andrés Bermúdez Román, negó tener constancia de aquellos hechos. Por otra parte, el informe de la Guardia Civil era confuso: decía que Orta no pudo apoderarse de las armas porque previamente se habían recogido por orden del alcalde.

La Audiencia de Cádiz informó el 15 de diciembre que el sumario instruido sobre el homicidio de Juan Campanario había sido destruido en 1936 por las “hordas marxistas”, lo que cerraba la posibilidad de continuar indagando la posible relación de José Orta con aquel suceso, aunque parece que el juez instructor estaba convencido de que no existía tal relación. Por otra parte, el capitán García Trujillo llegó a convencerse de que en algunos informes y declaraciones inculpatorias –como la de Francisco Pavón– existían “evidentes muestras de represalias por resentimientos personales”; creyó conveniente hacer algunas averiguaciones sobre los acusadores y solicitó a la Guardia Civil informes reservados acerca de la conducta político-social y particular de José Ramírez Mariscal y de los hermanos Troya Uclés. El comandante del Puesto de Puerto Serrano informó favorablemente sobre Ramírez Mariscal, pero no sobre los Troya: dijo que Jerónimo, el jefe de Falange, era “una figura decorativa sin iniciativa propia y sí la que recibe por asesoramiento de sus familiares y ciertas intimidades particulares”. El informe sobre su hermano Francisco decía que en 1936 no se le permitió ingresar en Falange por estar considerado “impugnador de toda disposición oficial” y que era “un individuo de carácter irascible, censurador de la vida privada de todo el mundo [...] y provocador”. Todos aquellos extremos fueron confirmados verbalmente por el párroco.

Libre y sin declaración de responsabilidad

El capitán García Trujillo dio por terminada la investigación el 22 de enero de 1944, pero José Orta llevaba ya más de cuatro meses en libertad condicional. La solicitó el 28 de julio de 1943, al cumplirse los tres meses de prisión preventiva. García Trujillo informó favorablemente su petición por estimar que no existían pruebas por las que pudiese ser condenado a ninguna pena grave y Orta salió el 16 de agosto de la Prisión Provincial de Cádiz. Su hija menor, a la que llamaron Esperanza, acaba de nacer.

El resumen de las diligencias practicadas por el Juzgado de Instrucción militar dejaba constancia de las divergencias entre los distintos informes y declaraciones, de la convicción a la que había llegado García Trujillo de existir muestras de resentimiento en algunos de los inculpatorios y de los informes reservados sobre la “calidad de algunos acusadores”. El resultado de todo ello fue que la Auditoría de la Segunda Región Militar concluyó propuso dar por terminadas las diligencias previas sin declaración de responsabilidad: “Resulta de lo actuado que el encartado JOSÉ ORTA REBOLLO, de antecedentes izquierdistas, desempeñó el cargo de alcalde en Puerto Serrano al proclamarse la República, pero no consta que durante el Movimiento Nacional haya tomado parte en hechos delictivos”. Finalmente, el 10 de febrero de 1944, el capitán general, conforme con el dictamen de la Auditoría, dio por terminadas las actuaciones judiciales sin declaración de responsabilidad.

Desde julio de 1936 hasta abril de 1943, José Orta Rebollo estuvo dos meses errando por la sierra, dos años y medio en el Rancho Las Ratas y cuatro en el sobrado: seis años y ocho meses oculto. Nunca sabremos con certeza qué le habría ocurrido si se hubiese quedado en Puerto Serrano en 1936, pero probablemente la huida le salvó la vida y el autopresidio junto a su familia y en su propia casa fue, sin duda, menos penoso que el encarcelamiento de otros vecinos de Puerto Serrano que en 1937 y 1939 fueron juzgados por tribunales militares y estuvieron recluidos en presidios como la Colonia Penitencia de El Dueso (Santoña), la Prisión Central de Tabacalera (Santander) o la Prisión Central del Puerto de Santa María.
Fernando Romero Romero

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